DIAL DEL OLVIDO
(Josep Sebastián)
Al
mediodía, Jorge cuelga el teléfono lentamente. La llamada un minuto antes de su
hermano Alfredo le ha dejado totalmente descolocado teniendo en cuenta que no
se dirigían la palabra desde días después de la muerte de su madre diez años
atrás.
Jorge
piensa en la celeridad de la cita que le ha propuesto su hermano, a las cinco
de la tarde en la casa donde vivieron una gran parte de su vida y en la que
ahora tiene entendido habita una de sus sobrinas, que entonces era una
adolescente. Recuerda la figura altiva y arrogante de Alfredo, que todo y
siendo el pequeño de los hermanos siempre buscó posiciones que le dieran un
aire de superioridad. Su barba siempre arreglada y aquel abundante pelo rizado
que madre acariciaba cada vez que lo tenía delante. Su cara cuadrada, casi
atlética, enmarcaba unos ojos vivos y una nariz de perfil griego, ofuscando una
boca pequeña y discreta pero por la que salieron aquella tarde de marzo
palabras que Jorge, por lo que se estima en lo que vale, no quiere recordar.
Y
siempre con la corbata bien apretada al duro cuello de la camisa.
Por
un momento viaja a una noche de reyes, cuando aún eran niños. Recuerda el rostro
de Alfredo al recoger los regalos recién estrenada la mañana y se pregunta si
ahí empezó todo. Luego saca del cajón de su mesita de noche la carta
certificada en la que su hermano reclamaba las llaves de una casa que había
dejado de ser suya. Lacónica carta como siempre fueron sus conversaciones.
Jorge
no ha olvidado ni un rincón de aquella casa, ni cada uno de los cuadros pintados
por su padre y que colgaban en todas las estancias. El sillón de orejas en una
esquina del comedor con un cenicero de pie al lado y una lámpara de lágrimas
encima de la mesa que con sus reflejos irisados creaba una sensación mágica.
A
las cinco de la tarde. Quedan apenas cuatro horas durante las cuales no evitará
pensar en los motivos de Alfredo para citarle, ni en que forma van a encajar el
encuentro. Y por qué no va a ir Carlos, el mediano, pero al que ya ha informado
y está tan ofuscado como él.
Decide
ir andando. Son apenas veinticinco minutos a paso relajado.
La
casa sigue allí, con la fachada restaurada color teja y que aún conserva los
agujeros bajo el terrado para anidar palomas. Jorge pulsa el timbre del primero
primera, que suena diferente como lo recordaba, como más sofisticado. La
puerta, ahora de color caoba, se abre y aparece Nati, ya hecha una mujer, que
le invita a pasar sin mediar palabra antes de irse escaleras abajo.
Jorge
recorre el pasillo que tantas veces pisó. A la derecha, la puerta de la que fue
su habitación tiene una foto grande de Alfredo clavada en el centro. Enfrente y
a su izquierda la que compartían Carlos y Alfredo y a continuación el pequeño
lavabo. Ya empieza a reconocer la claridad que siempre llegaba del comedor, una
amplia sala repleta e cuadros con tres ventanales orientados al este. Al llegar
se queda perplejo por la cantidad de espejos colgados en las paredes, todos
diferentes en marco y tamaño. En el pasillo también vio tres, recuerda.
Las
persianas están a media altura y hay macetas de flores en el alfeizar de las
ventanas. Oye un griterío afuera y dirige mecánicamente su mirada a una de
ellas, comprobando que no hay nada más tierno que ver salir cientos de niños al
mismo tiempo de la escuela.
Todo
es Jorge en el lugar, todo refleja su rostro cansado, su gesto serio y su
mirada inquietante. Se gira al oir abrirse la puerta de la cocina. Aparece
Alfredo con dos tazas de café humeante en una bandeja, que deja encima de la
mesita al lado de un sofá de diseño dónde antes hubo el sillón de orejas. Jorge
se extraña del detalle del café, teniendo en cuenta que su hermano nunca lo
toleró.
En
ese momento, Alfredo empieza a descolgar cada uno de los espejos de la sala. Se
aprecia que sus movimientos son lentos, su rostro más ovalado y sin ningún
rastro de aquella barba bien cuidada. Va en pijama y cojea ligeramente.
Después
de apilar los espejos en el rincón opuesto, al lado de la puerta doble del
comedor, Alfredo se gira hacia él, mesa su ya escasa cabellera y lo recibe con
la mayor de sus sonrisas.
—Hola, Carlos. ¿Te apetece un té?
Espejos,acaso no quiere recordar nada quitando los espejos?No quiere ver su cara? Alfredo tiene amnesia?Me gusta.Quiero segunda parte.
ResponderEliminarEs Jorge quizas el emfermo? Es él el que por su dolencia se aferra a una historia que solo perdura en su mente?
ResponderEliminarMe lo preguntas para que conteste o te lo preguntas tú ? En cualquier caso, Alfredo más que amnesia tiene Alzheimer...
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