martes, 19 de abril de 2016

El puente





EL PUENTE

(Josep Sebastián)



      ¿Era necesaria la construcción del puente?
      Cuando me contrataron como directivo en aquella colosal obra de ingeniería ni me lo llegué a preguntar. Recién acabada la carrera de Caminos lo único que me preocupaba era ganar algo de dinero y experiencia profesional.
     Las dos ciudades, las dos culturas, las dos mitades del todo geográfico de aquella inhóspita región del sudeste asiático, se miraban desde las orillas del ancho río que las bañaba.  Los mandatarios se pusieron de acuerdo en que era vital para sus economías unirlas fuera de las barcazas y las motoras que mercaban el  poco negocio existente. Hasta que se descubrió el oro en las profundidades de aquellas aguas turbias y densas.
     La obra se encargó a empresas extranjeras. Aparecieron multitud de arquitectos, ingenieros y directivos del mundo occidental. Yo dirigía un equipo de técnicos que controlaban cálculos de estructuras, mientras que la  mano de obra no cualificada se derivó a las clases más humildes de la población local. Nos instalamos en zonas residenciales a ambos lados del cauce.
     Primero se construyó un pequeño puente provisional para facilitar el traslado de técnicos, obreros y materiales de un lugar a otro. Austero pero robusto, pequeño pero suficiente, el óxido de su forjado hacía más luminoso el acero que se iba incorporando a cientos de metros a su izquierda.
     La obra duró seis años, dos más del plazo estimado. Murieron  más de cuatrocientos obreros a los que no se les exigía medidas de seguridad más allá de las que pudieran parecer del mínimo sentido común. Muchas veces los cadáveres pasaban debajo del pequeño puente mientras un camión transportaba vigas, un autobús  hombres oscuros como aquellas aguas o un todoterreno llevaba algún ingeniero de una punta a otra.
     El día de la inauguración el puente era una fiesta. Desfiles y bandas militares, autoridades, directores de las empresas constructoras, técnicos, jefes de estado, líderes religiosos, y algún civil que había conseguido ese privilegio en base a no se sabe que argucia. Había música, color, y todo olía a vida y progreso.
     Yo vi, desde el pequeño puente, y sentado en uno de los bancos que, cual cenefa, enmarcaban aquella inicial construcción, como los jefes de estado de ambas orillas cortaban la cinta que milimétricamente delimitaba el centro mismo del paseo. Yo vi como, en el momento que la música y los fuegos de artificio anunciaban el inicio de una nueva era de progreso, y la multitud saltaba y gritaba y se abrazaba y reía y lloraba de emoción, desplomarse el hormigón y el acero en tres segundos.
     Mientras el río arrastraba aquella enorme masa bajo el puentecillo, me levanté y quise confundirme entre los hombres y mujeres que iban y venían con telas, pescados y verduras. Seguramente iban calculando cuanto ganarían aquel día con sus mercancías.
     Nos pasamos la vida calculando, pensé.