domingo, 30 de noviembre de 2014

Toulouse-Lautrec



TOUS LES MATINS
(Josep Sebastián)
Cada mañana, muy temprano y de lunes a viernes, salgo de mi casa en la calle Pavía y me dirijo al garaje cercano donde tengo el auto. Planta -2 plaza 101 uve. En el trayecto paso delante de una cafetería. Una mujer con aspecto de empleada de banca toma café con leche y una pasta en la mesa de enfrente de la puerta. A veces lleva el pelo recogido y generalmente habla con el camarero.
Antes de entrar en el aparcamiento veo girar por Begur a un señor que pasea un schnauzer de color sal y pimienta. El hombre siempre tiene un cigarrillo en las manos.
Las maniobras de desaparcar el auto me llevan al menos cinco minutos dada la sinuosidad de la estancia. Salgo hacia Riera Blanca, una amplia avenida que me enlazará con la Gran Vía a la altura de los nuevos juzgados. Paro en un semáforo delante de la boca del metro de Santa Eulalia y hago apuestas conmigo mismo por ver si coincido con una señora rubia con tacones que me recuerda a Brigitte Bardot y que siempre va deprisa.
A la altura de Plaza Cerdà, que ahora está en obras, y justo antes de preparar el giro en la gran rotonda, una muchacha morena y con los labios pintados de un carmín como los rojos de Toulouse-Lautrec me mira de soslayo como diciendo “vamos bien”. Su paso es lento por la estrecha acera, y fuma cigarrillos de color oscuro.
Saliendo de la plaza me meto en los túneles que hacen más rápida la circulación en la Gran Vía, a esas horas muy intensa. Voy en dirección al aeropuerto de El Prat, y siempre me adelantan taxis que van hacia las terminales, demasiado rápidos pese al límite permitido. Yo me desvío en la última salida, y cruzando la segunda rotonda antes de llegar a la fábrica hay un parking descubierto, donde un joven con ropa fluorescente dormita en un coche azul y nunca sé si acaba de salir de su trabajo o espera que se haga la hora de entrar. Creo que su empresa se dedica al transporte urgente.
Hoy sin embargo no he visto en la cafetería a la mujer que toma el desayuno. Miro el reloj comprobando que llevo cinco minutos de retraso. Entro en la cochera con aire decidido.
Cuando salí del garaje vi al pequeño perro arrastrando su correa, despistado. Se coló en la cafetería mientras una joven pagaba su consumición no evitando dar un grito de sorpresa.
Oí sirenas de ambulancias y pensé que llegaría tarde al trabajo.
Compruebo en la parada del semáforo frente al metro que todos los personajes son distintos esa mañana. La mujer rubia ya debe estar sentada en uno de los vagones arreglándose las uñas. Mientras pienso que algún día puedo encontrármela detrás del mostrador de unos grandes almacenes se pone el semáforo en verde.
En la plaza Cerdà la joven morena y hoy sin los labios pintados ni el cigarro en la mano anda muy deprisa por la cera contigua. Debe hacer tarde como yo. Seguramente ni me mirará, pero cuando pasa por mi lado me sonríe como diciendo “vamos mal”. Pienso en esa extraña complicidad de dos minúsculas piezas del paisaje matinal.
El joven transportista va andando a la espalda de su coche azul. Es evidente que va a su trabajo, como yo. Suena Chelsea Hotel en la radio de mi coche.
Al llegar a la oficina me doy cuenta que cinco minutos no van a cambiar el devenir de la jornada. Aceleraré el ritmo en los primeros momentos y todo se pondrá al día.
Mañana me enteraré que el señor del perrito murió de un infarto en plena calle. Como es sábado aprovecharé para darme una vuelta por unos grandes almacenes, y lo haré temprano que es cuando los empleados están más amables. Quiero comprar entre otras cosas un lápiz de labios de un rojo Touluse-Lautrec, color que según mi esposa se ha puesto de moda últimamente.

Metasía I



METASIA I
(Josep Sebastián)
Conocí a Guy en la escuela, cuando aún no levantábamos tres palmos del suelo. Guy tenía acento francés por sus orígenes y por eso algunos compañeros se burlaban de él diciendo que hablaba raro. A mí, por el contrario, me gustaba escuchar sus historias. Pronto comenzaron a decir que éramos un par de ciegos en el país de los tuertos, o al revés, qué se yo.
Algunas de sus aventuras se alojaban en pura metasía (palabra inventada por él), y conseguían mantenerme encandilado y a la expectativa de lo que pudiera ocurrir desde el principio hasta el final. Recuerdo alguna de ellas, como las playas que había bajo los adoquines de las calles de París. Mi amigo inventaba mundos inverosímiles y los coloreaba de verdes, azules, dorados y ocres, y al escuchar sus relatos me imaginaba las palabras como cristales iridiscentes y de formas geométricas imposibles.
Su mente creaba personajes recién salidos de cuentos de hadas al revés, en los que él siempre era el protagonista. Guy, el niño que salvaba al sol de la mujer que se lo comía a bocados. Guy, el maestro perfumero que creaba fragancias capaces de convertir al cazador en cazado. Guy, el niño que conquistaba el mundo con el poder de las palabras.

Metasía: f. Espacio que está más allá de la fantasía. Lugar al que solo es posible llegar a través de la fantasía.

La muerta


La muerta
[Cuento. Texto completo.]
Guy de Maupassant
¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

*
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación -nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte-, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal -en aquel liso, enorme, vacío cristal- que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
«Amó, fue amada y murió.»
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió en pecado mortal.»
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:
«Amó, fue amada y murió.»
Ahora leí:
«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

FIN

Lo salvaje



LA FIERA SALVAJE
(Josep Sebastián)
Había oído hablar de un animal salvaje escapado de la jaula en el parque zoológico de mi ciudad. Salí de la escuela con sensación de pánico, y de vuelta a casa miraba de un lado a otro pensando en la bestia cruel, pero por otra parte me apasionaba la idea de ver como la policía, los empleados del zoo e incluso los bomberos conseguían dar con ella para llevarla de nuevo a su redil.
Me desvié por tanto del trayecto a casa para darme una vuelta por los alrededores del parque. Un par de coches de policía daban a entender que allí había pasado algo, y entonces ya dí absoluto crédito a las habladurías oídas en clase.
Pero el ambiente general era de normalidad. La gente iba y venía por las calles cercanas y también por las no tan cercanas. Nada extraño me hizo pensar en el transcurso de mi vuelta a casa que mi ciudad, mi familia y mi persona corrieran peligro ante la proximidad de la fiera salvaje.
Ante tales actividades por satisfacer mi curiosidad es de suponer que llegué a casa un par de horas más tarde de lo habitual. Mi padre me esperaba con aquella mirada que anticipaba el comportamiento más primario, instintivo, irracional y a fin de cuentas cruel.
        —¿Esas son horas de llegar a casa? —gritó—
Siguieron un par de bofetadas y a la cama sin cenar.
No hubo ninguna explicación, ni por su parte ni por la mía. Nadie las pidió ni nadie las exigió. Mientras, mi madre seguía cocinando la cena para tres, ajena a la escena familiar que se estaba viviendo.
Al día siguiente al mediodía oí a mi padre comentar en casa que había llegado tarde a trabajar esa mañana. Al entrar en la boca del metro unos policías acordonaban un rincón al lado de la máquina expendedora de billetes, y controlaban el paso de la gente causando demoras a la entrada de los andenes. Un cachorro de tigre se había refugiado allí ante el caos que reinaba a esa horas afuera en las avenidas.
Mi padre le dijo en voz baja a mi madre que la bestia salvaje le había mirado de un modo especial…