TOUS LES MATINS
(Josep Sebastián)
Cada
mañana, muy temprano y de lunes a viernes, salgo de mi casa en la calle Pavía y
me dirijo al garaje cercano donde tengo el auto. Planta -2 plaza 101 uve. En el
trayecto paso delante de una cafetería. Una mujer con aspecto de empleada de
banca toma café con leche y una pasta en la mesa de enfrente de la puerta. A
veces lleva el pelo recogido y generalmente habla con el camarero.
Antes
de entrar en el aparcamiento veo girar por Begur a un señor que pasea un
schnauzer de color sal y pimienta. El hombre siempre tiene un cigarrillo en las
manos.
Las
maniobras de desaparcar el auto me llevan al menos cinco minutos dada la
sinuosidad de la estancia. Salgo hacia Riera Blanca, una amplia avenida que me
enlazará con la Gran Vía a la altura de los nuevos juzgados. Paro en un
semáforo delante de la boca del metro de Santa Eulalia y hago apuestas conmigo
mismo por ver si coincido con una señora rubia con tacones que me recuerda a
Brigitte Bardot y que siempre va deprisa.
A
la altura de Plaza Cerdà, que ahora está en obras, y justo antes de preparar el
giro en la gran rotonda, una muchacha morena y con los labios pintados de un
carmín como los rojos de Toulouse-Lautrec me mira de soslayo como
diciendo “vamos bien”. Su paso es lento por la estrecha acera, y fuma
cigarrillos de color oscuro.
Saliendo
de la plaza me meto en los túneles que hacen más rápida la circulación en la
Gran Vía, a esas horas muy intensa. Voy en dirección al aeropuerto de El Prat,
y siempre me adelantan taxis que van hacia las terminales, demasiado rápidos
pese al límite permitido. Yo me desvío en la última salida, y cruzando la
segunda rotonda antes de llegar a la fábrica hay un parking descubierto, donde
un joven con ropa fluorescente dormita en un coche azul y nunca sé si acaba de
salir de su trabajo o espera que se haga la hora de entrar. Creo que su empresa
se dedica al transporte urgente.
Hoy
sin embargo no he visto en la cafetería a la mujer que toma el desayuno. Miro
el reloj comprobando que llevo cinco minutos de retraso. Entro en la cochera
con aire decidido.
Cuando
salí del garaje vi al pequeño perro arrastrando su correa, despistado. Se coló
en la cafetería mientras una joven pagaba su consumición no evitando dar un
grito de sorpresa.
Oí
sirenas de ambulancias y pensé que llegaría tarde al trabajo.
Compruebo
en la parada del semáforo frente al metro que todos los personajes son
distintos esa mañana. La mujer rubia ya debe estar sentada en uno de los
vagones arreglándose las uñas. Mientras pienso que algún día puedo
encontrármela detrás del mostrador de unos grandes almacenes se pone el
semáforo en verde.
En
la plaza Cerdà la joven morena y hoy sin los labios pintados ni el cigarro en
la mano anda muy deprisa por la cera contigua. Debe hacer tarde como yo.
Seguramente ni me mirará, pero cuando pasa por mi lado me sonríe como diciendo “vamos
mal”. Pienso en esa extraña complicidad de dos minúsculas piezas del paisaje
matinal.
El
joven transportista va andando a la espalda de su coche azul. Es evidente que
va a su trabajo, como yo. Suena Chelsea Hotel en la radio de mi coche.
Al
llegar a la oficina me doy cuenta que cinco minutos no van a cambiar el devenir
de la jornada. Aceleraré el ritmo en los primeros momentos y todo se pondrá al
día.
Mañana
me enteraré que el señor del perrito murió de un infarto en plena calle. Como
es sábado aprovecharé para darme una vuelta por unos grandes almacenes, y lo
haré temprano que es cuando los empleados están más amables. Quiero comprar
entre otras cosas un lápiz de labios de un rojo Touluse-Lautrec, color que
según mi esposa se ha puesto de moda últimamente.
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