TRAYECTO FINAL
(Josep Sebastian)
En
el momento que pasé el bono de 10 viajes por la taquilla automática de la
estación de metro cercana a mi casa supe que aquel día me abrazaba de una
manera extraña, como si quisiera arrebatarme un gramo de mi recuerdo, un
pellizco de mi destino.
“Le
quedaba 1 viaje”, leí en la pantalla luminiscente
—¿Me quedaba? ¿Cuándo lo gasté, ese
viaje? —pensé.
Extrañado
bajé las escaleras hacia el andén, buscando la complicidad de la gente que
suelo encontrarme cada mañana en los pasillos. Pero todo era distinto, nadie
iba en mi dirección, todos volvían y además nada me resultaba familiarn ni
siquiera próximo a mi tiempo ni a mi espacio.
Cogí
un vagón a rebosar y aún así pude sentarme (que casualidad, pensé) en el único
asiento vacío, como si me estuviera esperando. Todo seguía igual ante mis ojos,
las estaciones iban pasando y nadie en los andenes hacía el gesto de entrar. El
vagón se iba vaciando poco a poco y los túneles anunciaban un amanecer ficticio
de luces y sombras subterráneas.
Abandoné
Sants invadido de una terrible angustia y con la sensación de absoluta derrota,
en un tren a ninguna parte y un pasajero a la deriva.
Lloraba.
A
partir de ese momento el convoy inició un trayecto final sin descanso, amparado
por la liberación que suponía el azote de luz natural que se abría tras el
túnel. Mercado Nuevo y Bordeta pasaron ante mis ojos como filminas de una
película, con sus andenes descubiertos y hombres y mujeres estáticos, como
aquellos muñequitos que se ponían en los juegos de trenes de mi infancia.
Entonces
me di cuenta que era el único individuo en el único vagón del tren, los dos
juntos a la cabeza y cola de la vida. La estación de Santa Eulalia nos engulló
como un monstruo hambriento, y entonces recordé aquella bóveda final. Pensé en
quedarme sentado esperando que el tren iniciara el viaje opuesto y regresar a
casa, pero una amable taquillera me hacía gestos a lo lejos para que saliera de
allí.
Abandoné
aquella estación con la sensación de que el pasado me había alcanzado con una
fuerza superior, incluso, a la del destino. El ámbar del cielo anunciaba un
atardecer de espera latente, ante una ciudad desafiante. Esa ciudad que me
ofrecía sus brazos de hierro y cemento, de arena y niebla, no sé si para
abrazarme o para destrozarme.
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