sábado, 29 de noviembre de 2014

Trayecto



TRAYECTO FINAL
(Josep Sebastian)
En el momento que pasé el bono de 10 viajes por la taquilla automática de la estación de metro cercana a mi casa supe que aquel día me abrazaba de una manera extraña, como si quisiera arrebatarme un gramo de mi recuerdo, un pellizco de mi destino.
“Le quedaba 1 viaje”, leí en la pantalla luminiscente
        —¿Me quedaba? ¿Cuándo lo gasté, ese viaje? —pensé.
Extrañado bajé las escaleras hacia el andén, buscando la complicidad de la gente que suelo encontrarme cada mañana en los pasillos. Pero todo era distinto, nadie iba en mi dirección, todos volvían y además nada me resultaba familiarn ni siquiera próximo a mi tiempo ni a mi espacio.
Cogí un vagón a rebosar y aún así pude sentarme (que casualidad, pensé) en el único asiento vacío, como si me estuviera esperando. Todo seguía igual ante mis ojos, las estaciones iban pasando y nadie en los andenes hacía el gesto de entrar. El vagón se iba vaciando poco a poco y los túneles anunciaban un amanecer ficticio de luces y sombras subterráneas.
Abandoné Sants invadido de una terrible angustia y con la sensación de absoluta derrota, en un tren a ninguna parte y un pasajero a la deriva.
Lloraba.
A partir de ese momento el convoy inició un trayecto final sin descanso, amparado por la liberación que suponía el azote de luz natural que se abría tras el túnel. Mercado Nuevo y Bordeta pasaron ante mis ojos como filminas de una película, con sus andenes descubiertos y hombres y mujeres estáticos, como aquellos muñequitos que se ponían en los juegos de trenes de mi infancia.
Entonces me di cuenta que era el único individuo en el único vagón del tren, los dos juntos a la cabeza y cola de la vida. La estación de Santa Eulalia nos engulló como un monstruo hambriento, y entonces recordé aquella bóveda final. Pensé en quedarme sentado esperando que el tren iniciara el viaje opuesto y regresar a casa, pero una amable taquillera me hacía gestos a lo lejos para que saliera de allí.
Abandoné aquella estación con la sensación de que el pasado me había alcanzado con una fuerza superior, incluso, a la del destino. El ámbar del cielo anunciaba un atardecer de espera latente, ante una ciudad desafiante. Esa ciudad que me ofrecía sus brazos de hierro y cemento, de arena y niebla, no sé si para abrazarme o para destrozarme.

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