jueves, 27 de noviembre de 2014

Máquinas



MAQUINAS
(Josep Sebastián)
Apenas puse el pie en la calle aquella cálida mañana de Julio me di cuenta que algo extraño estaba pasando. Soy hombre de rutinas y suelo incorporar en ellas las personas o cosas que las hacen cíclicas y habituales, como si participaran en cierto modo en su realización. Comprar la prensa en el quiosco de Juan o tomar el café en el Abraxas forma parte de una única realidad, como si nada pudiera ser de otra manera. Todo está colocado ahí porque mi existencia va unida a ese orden que el destino impone.
Por eso se me hizo extraño que Patro, la portera, no me saludara con la más amable de sus sonrisas. Al contrario, su mirada soslayada me pareció cuanto menos que inusual.
No le dí más importancia hasta que aguanté durante cinco segundos la postura hierática e insensible del dueño del puesto de revistas que cada mañana me ofrece el periódico acompañado de un par de frases relativas a la meteorología o la actualidad de nuestro equipo de futbol favorito.
-      Que desea, señor?
-      “El Actual”, Juan, como siempre –esgrimí yo, sorprendido.
-      Perdone, señor, “El Actual” hace años que cerró –contestó el quiosquero, aún más sorprendido. Si prefiere “El Noticiero”…
-      Ah, bueno, pues “El Noticiero” –contesté.
Después de pagar pensé que el café que me habría de preparar Manolo, el camarero del Abraxas, iba a necesitar el acompañamiento generoso de un buen chorro de brandy para poder interpretar aquella absurda realidad distorsionada. Ni lo uno ni lo otro. El supuesto Manolo, o Alberto a decir por tal como se le dirigían los clientes, me miró extrañado.
-      Señor, en este bar no servimos ni licores ni ninguna bebida alcohólica –me contestó con cara de póquer.
-      Ah –dije extrañado- . Pues póngame un café expresso.
-      ¿Desea un purito para acompañar, señor?
-      No, gracias, Manolo. Perdón, Alberto… Sabes que no fumo desde hace veinte años.
Abandoné el bar con la pesadumbre en que me habían sumido todo aquel cúmulo de situaciones. Encaminé mis pasos hacia la peluquería del barrio donde acostumbro a rebajar mi ya de por sí escasa cabellera.
-      Buenos días, Merche –dije a la peluquera-. Podrías cortarme el pelo?
-      Perdone, señor. Mi nombre es esperanza. Y esto –añadió- no es una barbería, es una imprenta.
-      Disculpe, señorita. No sé como he podido confundirme de local. Lo siento –concluí-.
Salí apresurado del local de artes gráficas y me encontré de pronto en medio de la acera. Frente a mí discurría con el habitual paso cansino que las caracteriza una de esas enormes máquinas de aspecto tenebroso destinadas al alquitranado de las calles, y esa palabra, máquina, se convirtió en revelación providencial.
Retrocedí unos pasos y al mismo tiempo unos segundos a mi infancia y recordé la primera vez que vi una película, en el comedor de la casa de mi padrino con un proyector de 8 milímetros. Creo que era de Charlot, y pregunté a mis padres:
-      ¿Por qué andan tan deprisa?
-      Cuando se grabaron esas imágenes, Joselín – argumentó mi padre-, las máquinas no eran tan perfectas como ahora.
Naturalmente él se refería a las máquinas de filmar, pero yo, en mi más cándida inocencia, imaginé durante años la existencias de unos artefactos (no sabía de qué tipo ni dónde se ubicaban) que hacían mover el mundo, con la capacidad de crear y desarrollar la vida de las personas y cosas, e incluso eliminarlas. Es la imagen más antigua que recuerdo de Dios, que aparqué al paso de los años.
Hasta hoy.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi alma. Corrí y corrí hasta no poder más en dirección a mi casa, con la esperanzadora intención de salvar lo insalvable. Era de suponer, dados mis continuos desatinos que con la realidad me había enfrentado, que esas máquinas, a día de hoy enormemente sofisticadas, habían sufrido la invasión de algún virus informático con resultados fatídicamente comprobables en mi deambular por la cambiante rutina de esa mañana estival.
En mi aterradora carrera iba pensando si mi casa seguiría allí donde la dejé, si el microondas se habría convertido en televisor y la lavadora en un armario zapatero. O lo que es peor, si mi biblioteca estaría repleta de empanadas de atún, pastillas de jabón de coco, cassettes de Los Panchos o recetas de somníferos.

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