MAQUINAS
(Josep Sebastián)
Apenas
puse el pie en la calle aquella cálida mañana de Julio me di cuenta que algo
extraño estaba pasando. Soy hombre de rutinas y suelo incorporar en ellas las
personas o cosas que las hacen cíclicas y habituales, como si participaran en cierto
modo en su realización. Comprar la prensa en el quiosco de Juan o tomar el café
en el Abraxas forma parte de una única realidad, como si nada pudiera ser de
otra manera. Todo está colocado ahí porque mi existencia va unida a ese orden
que el destino impone.
Por
eso se me hizo extraño que Patro, la portera, no me saludara con la más amable
de sus sonrisas. Al contrario, su mirada soslayada me pareció cuanto menos que
inusual.
No
le dí más importancia hasta que aguanté durante cinco segundos la postura
hierática e insensible del dueño del puesto de revistas que cada mañana me
ofrece el periódico acompañado de un par de frases relativas a la meteorología
o la actualidad de nuestro equipo de futbol favorito.
-
Que desea, señor?
-
“El Actual”, Juan, como siempre –esgrimí
yo, sorprendido.
-
Perdone, señor, “El Actual” hace años que
cerró –contestó el quiosquero, aún más sorprendido. Si prefiere “El Noticiero”…
-
Ah, bueno, pues “El Noticiero” –contesté.
Después
de pagar pensé que el café que me habría de preparar Manolo, el camarero del
Abraxas, iba a necesitar el acompañamiento generoso de un buen chorro de brandy
para poder interpretar aquella absurda realidad distorsionada. Ni lo uno ni lo
otro. El supuesto Manolo, o Alberto a decir por tal como se le dirigían los
clientes, me miró extrañado.
-
Señor, en este bar no servimos ni licores
ni ninguna bebida alcohólica –me contestó con cara de póquer.
-
Ah –dije extrañado- . Pues póngame un café
expresso.
-
¿Desea un purito para acompañar, señor?
-
No, gracias, Manolo. Perdón, Alberto… Sabes
que no fumo desde hace veinte años.
Abandoné
el bar con la pesadumbre en que me habían sumido todo aquel cúmulo de
situaciones. Encaminé mis pasos hacia la peluquería del barrio donde acostumbro
a rebajar mi ya de por sí escasa cabellera.
-
Buenos días, Merche –dije a la peluquera-.
Podrías cortarme el pelo?
-
Perdone, señor. Mi nombre es esperanza. Y
esto –añadió- no es una barbería, es una imprenta.
-
Disculpe, señorita. No sé como he podido
confundirme de local. Lo siento –concluí-.
Salí
apresurado del local de artes gráficas y me encontré de pronto en medio de la
acera. Frente a mí discurría con el habitual paso cansino que las caracteriza
una de esas enormes máquinas de aspecto tenebroso destinadas al alquitranado de
las calles, y esa palabra, máquina, se convirtió en revelación providencial.
Retrocedí
unos pasos y al mismo tiempo unos segundos a mi infancia y recordé la primera
vez que vi una película, en el comedor de la casa de mi padrino con un
proyector de 8 milímetros. Creo que era de Charlot, y pregunté a mis padres:
-
¿Por qué andan tan deprisa?
-
Cuando se grabaron esas imágenes, Joselín –
argumentó mi padre-, las máquinas no eran tan perfectas como ahora.
Naturalmente
él se refería a las máquinas de filmar, pero yo, en mi más cándida inocencia,
imaginé durante años la existencias de unos artefactos (no sabía de qué tipo ni
dónde se ubicaban) que hacían mover el mundo, con la capacidad de crear y
desarrollar la vida de las personas y cosas, e incluso eliminarlas. Es la
imagen más antigua que recuerdo de Dios, que aparqué al paso de los años.
Hasta
hoy.
Un
escalofrío recorrió mi cuerpo y mi alma. Corrí y corrí hasta no poder más en
dirección a mi casa, con la esperanzadora intención de salvar lo insalvable.
Era de suponer, dados mis continuos desatinos que con la realidad me había
enfrentado, que esas máquinas, a día de hoy enormemente sofisticadas, habían
sufrido la invasión de algún virus informático con resultados fatídicamente
comprobables en mi deambular por la cambiante rutina de esa mañana estival.
En
mi aterradora carrera iba pensando si mi casa seguiría allí donde la dejé, si
el microondas se habría convertido en televisor y la lavadora en un armario
zapatero. O lo que es peor, si mi biblioteca estaría repleta de empanadas de
atún, pastillas de jabón de coco, cassettes de Los Panchos o recetas de
somníferos.
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