Camille Fauque tiene 26
años, dibuja de maravilla, pero no tiene fuerza para hacerlo. Frágil y
desorientada, malvive en una buhardilla y parece esmerarse en desaparecer:
apenas come, limpia oficinas de noche, y su relación con el mundo es casi
agonizante. Philibert Marquet, su vecino, vive en un apartamento enorme del que
podría ser desalojado; es tartamudo, un caballero a la antigua que vende
postales en un museo, y el casero de Franck Lestafier. Cocinero de un gran
restaurante, Franck es mujeriego y malhablado, casi vulgar, lo cual irrita a la
única persona que le ha querido, su abuela Paulette, que a sus 83 años se deja
morir en un asilo añorando su hogar y las visitas de su nieto. Cuatro
supervivientes, cuatro personajes magullados por la vida, cuyo encuentro va a
salvarlos de un naufragio anunciado. La relación que se establece entre estos
perdedores de corazón puro es de una riqueza inaudita, tendrán que aprender a
conocerse para lograr el milagro de la convivencia. Juntos, nada más es una
historia viva, con un ritmo suspendido en el aire, llena de esos minúsculos
dramas personales que seducen por su sencillez, su sinceridad y su
inconmensurable humanidad
Hace algún tiempo me
recomendaron este libro y solo lo leí por eso mismo, porque una persona se
encargó de decirme lo bueno del argumento y la verdad es que es así, como
siempre queda claro tras esta lectura, que a pesar de las diferencias que uno
pueda tener con los amigos, cuando hay cariño estas desaparecen.
Nada más empezar a
leer, conocemos a Camille y según vamos avanzando en la lectura, lo único que
nace es animarla a seguir. También Philibert quien hace su aparición en escena,
enseñándonos lo raro que es, pero al mismo tiempo apasionado, cariñoso, fiel y
muy amable; Frank del que se adivina su presencia antes de que aparezca como
tal, por sus interminables portazos, por su lenguaje soez, por los ruidos que
hace con las acompañantes de turno y por la música que escucha a todo lo que
dan los altavoces y Paulette, una ancianita entrañable pero muy cascarrabias
que termina por unirlos a todos.
No me atrevería a
llamar a esta novela romántica, pues aunque sí hay romance, lo lógico sería
llamarla novela sobre la amistad como decía al principio, es un libro que se arma
de la nada, con miedos, inseguridades, ilusiones, sonrisas, confidencias,
compañeros de pena.
Juntos nada más, es un
libro en que Ana une muchos hilos entre personas tan diferentes pero que por
diferentes razones, se encuentran carentes de lo más importante del mundo y que
no es otra cosa que el amor. Como decía
antes, es una historia de amistad, ternura, generosidad, lucha, evolución, del
todo por nada, solo por mencionar algunos aspectos que encontrarás entres sus
hojas.
Resumiendo, es un libro
que me ha gustado mucho y con el cual desfrutado muchísimo de sus personajes tan creíbles como sinceros,
con la capacidad de dejar ese sabor de seguir luchando con la vida a pesar de
todas las adversidades que nos va presentando paso a paso.
Sobre la autora: Nació en Boulogne-Billancourt
en, 1970, es escritora y periodista francesa.
De nombre Anne Gaelle
Coche, se licenció y obtuvo un master en Lenguas Modernas por la Universidad de
La Sorbona. Es profesora de Lengua en el colegio Nazareth de Voisenon, y
columnista de la revista Elle.
En 1992 gana el Premio
France Inter con La carta de amor más hermosa. Mientras trabajaba como
periodista, publicó una colección de relatos cortos en 1999 con el título de Quisiera
que alguien me esperara en algún lugar que, tuvo un gran éxito de crítica y
ventas. Vendió 700.000 ejemplares en Francia y ganó el Grand Prix RTL-Lire en
el año 2000. El libro ha sido traducido a diecinueve idiomas.
Su novela La amaba la
consagró a nivel internacional al ser un éxito de ventas en 21 países. Ese
mismo año publicó la novela juvenil 35 kilos de esperanza que, escribió para
rendir tributo a aquellos de sus estudiantes que no rendían en la escuela y que
sin embargo eran una gente fantástica. Juntos, nada más, 2004 fue otro éxito de
ventas en Francia y se ha realizado una película basada en la novela.
Debido
al éxito de público alcanzado por El
hijo de la novia, los distribuidores de cine (que se apuntan al carro
ganador) nos han permitido acceder a su anterior film, rodado dos años
antes, posibilitando que podamos situar su obra en un contexto más
clarificador, pues El mismo amor, la misma lluvia (1999) conforma con El
hijo de la novia un díptico sobre la vida social y sentimental de un
país y de unas personas; aunque ambas películas se pueden ver de una
manera independiente, tienen muchos puntos comunes.
El
mismo amor, la misma lluvia es una película sobre la traición y la
cobardía personificada en el personaje principal de Jorge (Ricardo Darín),
un escritor y periodista que no es capaz de comprometerse en aquellas
cosas en las que cree. Traiciona su trabajo (escribiendo cuentos y críticas
para una revista, cobra comisiones, etc.), traiciona a sus amigos
(abandona al periodista, su mentor en la profesión, por miedo a las
represalias) y traiciona aquello que más quiere (dejando escapar a la
mujer que quiere a lo largo de veinte años). Traición que se convierte
en amargura pues el personaje, poco a poco, va siendo consciente de la
falsedad de sus actos. Además, el resto de personajes sufren una adaptación
a la realidad, así Laura (Soledad Villamil) termina casada con su primer
novio (aunque sabe que continúa queriendo a Jorge) y Roberto (Eduardo
Blanco), el jefe de redacción de la revista, se adapta también a las
situaciones laborales y personales. Tan solo al final, uno de los
secundarios dice basta (magnífico actor Ulises Dumont) y con su acto
consigue aportar un poco de dignidad a unos personajes frustrados por el
desarrollo cotidiano a que se ven sometidos y que se convierte, de esa
forma, en una metáfora de la situación de un país. Así, mientras en El
hijo de la novia los problemas y traiciones sentimentales adquirían
un primer plano frente a la situación del país; en El
mismo amor, la misma lluvia, es la historia de Argentina en los últimos
20 años la que parece aplastar con su peso a los personajes (los años de
la dictadura, la invasión de las Malvinas,
el comienzo de la democracia, los años de boom
económico y la posterior caída).
Es
por ello que la visión de ambos filmes, lejos de servir como pretexto
para las comparaciones, tiene un valor de amplificación del efecto que
nos causó El hijo de la novia. En El
mismo amor, la misma lluvia se ve ya el desarrollo de un magnifico guión
(en este número de Encadenados
que se homenajea a Wilder, no es mala cosa que se hable de esta película)
y tiene en común con la película posterior la universalidad de los
temas. No en balde, aquí en España hemos vivido etapas históricas
similares (dictadura, instauración de la democracia, solvencia económica
y decadencia –no económica, pero si intelectual– e incluso ahora ya
podemos contar con nuestro propio episodio bélico relacionado con una
isla). De esa forma, los temas nos llegan porque son inteligibles por
todos.
Y
por último destacar también que, al igual que pasó con El
hijo de la novia, hablamos mucho del desarrollo de la historia y de
los personajes, pero Campanella es un director que merece la pena seguir
en cuanto al aspecto técnico de la realización y planificación. En El mismo amor, la mismalluvia
tenemos ejemplos considerables del cuidado que pone cuando rueda, así en
el fragmento donde se muestra al personaje del viejo periodista que viene
a pedir trabajo, cuando Jorge (Ricardo Darín) no se compromete con él,
la cámara se retira, dejándonos la visión de ese hombre y su hijo
literalmente abandonados; cuando más adelante Jorge recibe la llamada
confirmándole la muerte de su amigo, la cámara se va acercando al rostro
de Jorge hasta llegar a un primer plano; son dos pequeños movimientos de
cámara en el que no se puede ser más simple y, a la vez, más efectivo.
De igual forma tenemos en todo el filme algunas transiciones preciosas,
como la que pasa de la pantalla de televisión un programa de payasos a la
pantalla de televisión con el rostro de Laura. En definitiva, una película
honesta, sencilla y bien realizada. No es poco.
En la contracultura, a principios de los 70, corría un dicho brutal: “Si Van Morrison
fuera alto y guapo, habría que encerrarlo.” Deben entender el clima
antiautoritario: esa maldad sugería que alguien con semejantes poderes
(de composición, de interpretación) podría convertirse en un dictador. Se intuía que su fuerte no era la empatía con los seres humanos.
Se contaban historias de su niñez en Belfast. Los recuerdos de Nancy
McCarter, la vecina de Hyndford Street que salió sin llaves y se le
cerró la puerta. Alguien pidió ayuda al joven Morrison: “Ivan ¿podrías
subir por el muro del jardín, y entrar por la puertatrasera?”. El niño dijo “No”, y siguió a lo suyo.
Supongo que se repetía esta anécdota debido a su similitud con la historia descrita en la primera estrofa de The weight, el primer éxito de The Band, amigos de Van y vecinos suyos en Woodstock. Por su parte, Morrison ha tendido a retratar su infancia y juventud como un periodo miserable. Aún antes de que estallaran “los problemas” de Irlanda del Norte, tu suerte dependía de que fueras católico y protestante.
Un día, lo
confesó al Rolling Stone estadounidense, unos chavales empezaron a
sacudirle. Católicos vengándose de los protestantes –o al revés- pero la
paliza no paró hasta que gritó: “Sea lo que sea lo que penséis que yo soy, estáis equivocados”.
Efectivamente, la señora Morrison se había unido a los Testigos de
Jehová, una secta particularmente intolerante. Resultaba tan exótico que
los matones le dejaron marchar.
El Mito de
Belfast se basaba igualmente en la evocación de momentos de embeleso, de
arrobamiento: Ivan paseaba y, de repente, se veía sincronizado con el
agua, la tierra, el viento: años después, buscaría esos elevamientos a
través de la música. Ah, la música: de alguna manera, se convirtió en el
esperanto perfecto para Morrison, su comunicación con un mundo hostil.
Dominaba la guitarra pero nadie le dejaba subir a los escenarios:
abundaban los guitarristas. En unas pocas semanas, aprendió el saxo y los asombrados músicos le abrieron un hueco.
La leyenda se basa igualmente en la famosa colección de discos paterna. Se ha llegado a proclamar que George Morrison
tenía “la mejor discoteca privada de todo el Ulster”. A diferencia de
los rebeldes británicos del beat, Van presume de que no necesitó
descubrir el rhythm and blues en la cola del rock & roll o a través
del burdo skiffle: creció, aseguraba, escuchando lo mejor del jazz tradicional y el bebop, el blues ancestral, el góspel sagrado.
Puede que así fuera pero uno se pregunta cómo hacía su padre, modesto
electricista que trabajaba en los astilleros, para comprar tantos discos
en una ciudad que no era una meca cosmopolita.
Pero mejor
no profundizar. Verán: se ha publicado una docena de libros sobre Van
Morrison. Ninguno ha sido alentado o facilitado, aparte del primero, Van Morrison: into the music, firmado por un complaciente periodista canadiense, Ritchie Yorke.
Sin embargo, nos estamos acercando a los 60 años de Van como músico
profesional y sigue siendo la única figura de la Primera División que no
tiene una biografía digna. Sí, hay ensayos (el último, When the rough god goes riding: listening to Van Morrison, de Greil Marcus), muchos encomios y bastantes trabajos de corta-y-pega. Pero
ninguna editorial ha puesto dinero suficiente para que alguien invierta
años de esfuerzo en escribir una biografía digna de ese nombre.
En el negocio editorial también tiene fama de hueso duro de roer. En 1993, intentó parar Van Morrison: it’s too late to stop now, un libro grande, rico en fotos,positivo.
Un indignado Morrison señaló varias docenas de errores, aunque la
mayoría eran juicios de valor, discutibles pero sagrados bajo la
libertad de opinión. La editora, Bloomsbury, rechazó su oferta de pagar generosamente para retirarlo del mercado.
Obvio que se puede redactar una biografía a pesar de la completa oposición del retratado; lo hizo Barney Hoskyns con su tomo sobre Tom Waits, aquí traducido como La coz cantante.
Por cierto, Tom y Van coincidieron en el vaporoso negocio del cine.
Según Morrison, Coppola le planteó primero componer la música de Corazonada. Lo
rechazó con un razonamiento que revela lo poco que asimiló del guión:
“¿Una película que transcurre en Las Vegas? Yo detesto Las Vegas”. O quizás fuera el poso del alma hippie, al que luego retornaremos.
¿Qué podemos
decir sobre esa fobia a las preguntas, a las indagaciones? “Una manía
de Van”, responden sus amigos, que también los tiene. Ahora evita las
entrevistas, aunque concedió muchas en el siglo pasado (generalmente,
ay, de mala gana). Ha intentado esquivarlas facturando entrevistas
promocionales, en audio y/o vídeo, donde comentaba el nuevo lanzamiento.
Hasta en eso se ha vuelto tacaño: vean los fragmentos con que anuncia
sus encuentros con los invitados a participar en su entrega de 2015, Duets: re-working the catalogue. Esas migajas no sacian nuestra curiosidad. Admiradores tan entregados como Brian Hinton, profesor de Oxford y autor de Celtic crossroads: the art of Van Morrison,
reconocen que su cancionero es esencialmente autobiográfico. Por
ejemplo, el único curro manual de los días de Belfast fue el de
limpiaventanas, invocado maravillosamente en Cleaning windows, editada en 1982.
Estamos ante lo que en el mundillo musical se llama un control freak.
No tan fanático del control como un Prince, que arremete hasta contra
sus propios fans, pero con semejante sentido de superioridad moral.
Morrison ha preferido cañonear a los hombres que facilitaron su carrera
en los 60.
Nadie va a defender a Phil Salomon, otro nativo de Belfast, que consiguió que su grupo, Them, grabara para Decca. Era un chanchullero: figura en la historia secreta de la música pop española como el magnate que se ofreció a promocionar a Los Bravos
en Radio Caroline, la principal emisora pirata de mediados de los
sesenta, a cambio de un alto porcentaje de las futuras ganancias.
Morrison ha renegado de la discografía de Them,
alegando que en aquellos discos no tocaba el grupo sino músicos de
estudio. No es un gran pecado –de una u otra manera, Them hicieron temas
abrasadores– y tampoco parece una cuestión de lealtad a sus compinches,
viniendo de alguien que suele tratar a sus músicos a patadas, cambiando
de personal sin preaviso ni finiquito.
Salomon, además, le puso en los brazos del productor Bert Berns,
maestro del soul-pop con sabor latino, que dirigiría en 1967 su
lanzamiento como solista en Estados Unidos, gracias a la memorable Brown eyed girl (canción que su autor asegura odiar), editada en su sello, Bang Records. Morrison cuenta horrores de las sesiones con Berns,
sin olvidar las portadas de Bang. Sin embargo, hay fotos donde Van luce
feliz al lado de Berns, en la típica francachela de la industria
musical.
Puede que Bang no fuera la más cool de las independientes neoyorquinas pero Morrison gozó allí de considerable libertad: ¿cómo explicar que, en la primera cara de su primer elepé, se insertara un bajón bestial como T.B. sheets, diez minutos de la visita a una novia que se muere de tuberculosis?
De repente, a finales de 1967, un infarto acabó con Berns. Y Morrison aprovechó para escaparse.
Usó técnicas de saboteador: obligado a hacer más discos, se presentó en
el estudio para plasmar 31 “canciones”, 31 chistes musicales de
alrededor de un minuto de duración, alguno especialmente cruel con
Berns. Para su eterna vergüenza, esos dislates fueron publicadas en
1994, como Payin’ dues.
Estamos contemplando a un
hombre maduro portándose como un niño petulante, una ocurrencia
equivalente a la “genialidad” de Prince cambiándose de nombre. La
“contractual obligation session” no hubiera aguantado en ningún tribunal
–la letra pequeña suele exigir que los temas sean “editables”– pero Van
se benefició del caos de Bang Records y de la inexperiencia de la viuda
de Berns. Esta ha afirmado que “Van mató a mi marido, a disgustos”.
Más adelante, Morrison añadió colores heroicos a su espantada.
Se instaló en Cambridge, la localidad universitaria de Massachussetts,
donde podía sobrevivir actuando con bandas de pequeño formato. Asegura
que los socios de Berns le pusieron micros en su casa de Nueva York,
amenazaron con denunciarle a la policía por fumar porros. Sugiere que eran mafiosos.
Paranoia y palabrería.
Si tuviera enfrente a auténticos mafiosos enfadados, de nada le habría
servido poner 300 kilómetros de distancia. Cuando fichó con Warner, la
compañía californiana pagó una compensación (20.000 dólares) a los
caballeros de origen italiano que se decían propietarios del contrato
con Bang y sanseacabó.
Van tiene una pasmosa habilidad para pintar con colores tétricos lo que debería recordar como triunfos. Retrocedamos a su embriagador Astral weeks (1968). Se ha quejado de que no hubo ensayos pero olvidaque
precisamente le pusieron (excelentes) instrumentistas de jazz para que
aquello fluyera. Y fluyó, a pesar de que Van decidiera no comunicarse
verbalmente con Connie Kay (veterano del Modern Jazz Quartet) o Richard Davis (ídem de Miles Davis). Ni pistas sobre las canciones ni sugerencias sobre el sonido que buscaba.
Ha recaído en el absurdo hábito del silencio en el estudio. Para No guru, no method, no teacher (1986), llamó a Ry Cooder,
a quién ya había tratado. Le puso varios temas y el guitarrista añadió
lo que se le ocurría . Cuando Cooder se marchó, Van ordenó que se
borraran sus pistas. Estaba enfadado: “Pensaba que iba a tocar jazz”. El
ingeniero de la sesión, Mick Glossop, entendió el desconcierto de Morrison: había visto Jazz, el disco de Cooder de 1978; no llegó a escucharlo, ya que no contiene el tipo de jazz que hubiera encajado. Y Van es un formalista, nada dado a la subversión de estilos.
Hay cierto arte perverso, sin duda, en su habilidad para retorcer la realidad. Rechaza cualquier deuda con el movimiento hippie,
a pesar de las evidencias: las entrevistas, donde usaba la jerga del
movimiento (“my trip”, “a head”, “to dig”). Sin olvidar las fotos con
caftán, esos años pasados en Woodstock y en Marin County, focos del
hippismo estadounidense. Pero le excusan, siempre hay alguien dispuesto a
echarle un capote: “Esos años son dolorosos, le recuerdan la separación
de Janet Planet, su primera mujer”.
Efectivamente, Janet podía ser el arquetipo de “flower child”.
Los testigos de su relación hablan de una mujer que se sacrificó para
que el León de Belfast pudiera rugir. Un ser sociable que no pudo
atender a las ofertas que llegaban, como actriz y modelo: Van la
necesitaba en casa.
Aunque ahora lo niegue, Van Morrison fue un ídolo para los hippies.
Encajaba: el tipo introspectivo que prefería el campo, el romántico que
cantaba al sexo, el panteísta que celebraba las maravillas del
universo. Y así le trataban en Warner, la multinacional más “en la onda”
de los primeros años 60 , cuando publicó la tanda de discos sublimes
que comenzó con Moondance.
Como casi todos, aquel vínculo se agrió. Uno de los pilares de Warner era el productor Ted Templeman, responsable entre 1971 y 1974 de Tupelo honey, Saint Dominic’s preview e It’s too late to stop now.
Prescindiendo de diplomacias, fue tajante: “No trabajaré más con Van
Morrison, aunque me ofrezca dos millones de dólares; envejecí diez años
con esos tres discos. Ha hecho la vida infernal a mánagers, agentes,
músicos, a todos los que han trabajado para él”.
A principios de los 80, Warner Brothers hizo una limpia en su catálogo
y prescindió de los servicios de varias docenas de artistas. Provocó un
escándalo mediático cuando se supo que uno de ellos era el inmenso Van
Morrison: la discográfica quedó en mal lugar. No podían alegar
públicamente lo obvio: que (1) sus ventas bajaban en picado y que (2)
tratar con él era una pesadilla.
Morrison lo explicó cómo pudo: “En el resto del planeta me distribuye Polygram,
así que tiene sentido que también lo haga en EEUU.” A partir de
entonces, se acoge al modelo de artista de prestigio: vende cifras
razonables y concede permisos para lanzar recopilatorios (The best, Van Morrison at the movies, Still on top)
que despachan grandes cantidades. Firma contratos cortos, lo que le ha
permitido, en los últimos 25 años, colocar sus novedades en Virgin, EMI,
Blue Note, Lost Highway y, ahora, RCA.
Van es el típico artista que frustra a los disqueros.
Le admiran y calculan que podrían multiplicar sus ventas con unos
mínimos guiños, pero ese no es el estilo de Van. La única concesión a
las actuales fórmulas consistió en recrear íntegramente su disco más
legendario, Astral weeks. Funcionó comercialmente, en taquilla y publicado –CD, DVD- como Astral weeks live at the Hollywood Bowl. Ajeno a cortesías, Van aprovechó para mandar un viaje a la discográfica que sacó el original: “Warner no hizo promoción y por eso nunca lo toqué en directo. Yo no quería hacerlas sin arreglos completos”. Lo cierto es que Warner respaldó Astral weeks pero, en 1969, no se hacían conciertos pop con orquestaciones.
Nadie le podría negar a Van el derecho a publicar discos de capricho. Algunos puristas de la música irlandesa dirían que aquello comenzó con Irish heartbeat (1988), el emparejamiento con los Chieftains, aunque lo veo más claro con los saludos: al maestro hip del jazz vocal, Mose Allison (Tell me something, 1996), al skiffle de sus años tiernos (The skiffle sesions – Live in Belfast 1998), al country (Pay the devil y You win again). Este último le traería disgustos: contenía duetos con Linda Gail Lewis, hermana de Jerry Lee Lewis.
Linda no estaba habituada a los cambiantes modos de Van y rompieron en
medio de una gira. Demandó a Van por “despido improcedente” y
“discriminación sexual”; hubo un acuerdo extrajudicial.
Permítanme puntualizar: estos discos son perfectamente válidos. Incluso, tengo mi favorito: las versiones de How long has this been going on, un directo jazzy
de 1995 con el maestro Georgie Fame. Pero, mirando a largo plazo,
retrasan las citas con el Van Morrison ideal: el artista que parece
conectado con energías primarias, que no es prisionero de las formas
musicales. Tal vez se fastidió todo cuando Van intentó analizar la naturaleza de sus arrebatos.
Anduvo en contacto con musicólogos y pensadores que investigaban sobre
el poder sanador de la música, quizás ignorantes de que el concepto
“healing”, en el universo morrisoniano, suele llevar connotaciones eróticas. ¿He
dicho que Van nunca tuvo problemas para conseguir compañía femenina,
hasta cuando era un desarrapado peludo en el grupo Them? Cuando le preguntaron a John Lee Hooker de qué charlaba con Van, en sus largas llamadas telefónicas, el lúbrico bluesman respondió sucintamente: “De mujeres”.
Perdón, vuelvo a mi argumentación. En los 80, Van parecía un cliente de lo que el periodista Robert Greenfield llamó “el supermercado espiritual”: viajó desde la terapia Gestalt a la teosofía, paladeó tanto a Jung como a la new age más etérea, fue del catolicismo hasta la temible cienciología (su inventor, L. Ron Hubbard, recibía “gracias especiales” en Inarticulate speech of the heart, 1983). Hasta tuvo un éxito en 1989 con Whenever God shines His light, a medias con el vocalista británico más identificado con el cristianismo: Cliff Richard.
Actuando el pasado mes de enero en Glasgow @ Ross Gilmore
Aunque ese emparejamiento pueda obedecer, más que a sintonía religiosa, al gusto morrisoniano
por llevar la contra: fue productor de Tom Jones en 1991, cuando el
Tigre de Gales todavía no había sido reivindicado; también bromeó sobre
trabajar con Shirley Bassey. En el disco de 2015 recupera a un tejano que se reinventó en el Reino Unido: P. J. Proby.
Reconozco, por otro lado, que hizo una labor justiciera al poner bajo
los focos a olvidados instrumentistas de primera, como el guitarrista Mick Green o los teclistas Peter Bardens y PeterWingfield.
¿Y Dylan, oigo preguntar?
Felizmente, Morrison no pasó por el cristianismo fundamentalista de
Dylan, esos años de sermones en los que prometía raciones eternas de
fuego y azufre para los que no creyeran en la Biblia como verdad
literal. En 1989, Van rodaba un documental para la BBC, One irish rover, y arrastró a Bob a Atenas. Allí cantaron cuatro canciones –algunas
se encuentran en YouTube– donde Dylan parece estar intimidado, incómodo
o simplemente despistado ante un repertorio que desconoce.
Una y no más, debió de pensar Dylan. Han coincidido en escenarios pero no en discos. No sé si Morrison ha hecho esfuerzos para sumarle a su reciente Duets: re-working the catalogue.
Ha preferido hacer versiones de su cancionero menos obvio con veteranos
de su cuerda o jovencitos impresionables, incapaces de llevarle a un
lugar desconocido. Déjenme soñar: podía haberse juntado con Shane McGowan, Mike Scott o, si quiere bocazas irlandeses, John Lydon.
En realidad, Van prefiere que no salten chispas. Antes de que se le ocurriera a otro, Morrison se produjo un disco de homenaje, No prima donna, en 1994. Aprovechaba, además, para presentar en la portada a su novia de entonces, actual esposa, Michelle Rocca,
Miss Irlanda de 1980, una bella tan sobrada que aseguró que ella eligió
muchas de las canciones y sus homenajeadores. La pareja puso en alerta
roja a la prensa basura de las Islas Británicas y Van tuvo ocasión de
conocer los modos y maneras de la hez de la profesión, que no le
trataron con la reverencia habitual en los periodistas musicales: se
inventaron infidelidades, les acosaron.
Si la RAE ha aceptado
“amigovio”, sospecho que habría que soldar palabras antitéticas para
sintetizar nuestra relación con Van. ¿Serviría “odiamar”? A ver, no
puedes dejar de admirar a un testarudo que mete la pata con tan notorio
orgullo: Van se resistió a la cosa esa tan moderna del videoclip hasta 1983. Y cedió con… un tema instrumental, Celtic swing, no particularmente notable.
Otro asunto son los directos. Hubo una temporada –cuando
derrochábamos dinero– que era visitante regular de los escenarios
españoles. No creo que tuviera una conexión especial con España. De vez
en cuando, nos usaba como conejillos de laboratorio: recuerdo haberle
visto con una banda muy verde, a la que reñía sin cortarse.
En España, podía cobrar su caché: tiene devotos fieles, de alto nivel adquisitivo.
En los últimos tiempos, solía viajar en avión privado. Los conciertos
estaban cronometrados, sin margen para arrebatamientos no programados:
su plan era dormir esa noche en su mansión irlandesa.
Le vi cortar
el bis en la Riviera madrileña cuando algún fan alzó la voz (¿se
creería que estaba en una iglesia catedral?). En ese momento, eché de
menos al antiguo pugilista: Van actuaba en el festival de Montreux,
acompañado por una banda improvisada pero muy preparada, con papeles
detallando acordes y cambios. Hacia el final, una mujer en las primeras
filas soltó lo indecible: “Deja el blues a los negros, vete a casa”.
Respondió
con acritud: “Si no te gusta, te jodes ¿vale? Hay un tío que me paga
para que salga a este escenario y eso es lo que estoy haciendo. Si no te
gusta ¿quieres subir al escenario y hacerlo tú misma?”. Ese es el Van que yo admiro. El que pierde los papeles pero aguanta el tirón.
Desde Doha, mi hija Georgina versionando Stay whit me, de Sam Smith.
Felicitats, filla !! Y en una semana te tenemos de nuevo aquí para cantarnos en directo...
El
19 de septiembre de 1981 no fue un día más en la Gran Manzana. En el
inmenso Central Park, ese lugar tan especial de Nueva York, en el centro
de Manhattan, dos músicos que se habían alejado uno del otro en la
plenitud de su carrera, volvieron a unirse haciéndolo ante medio millón
de personas. El espectáculo que Paul Simon y Art Garfunkel presentaron
aquella tarde, fue gratuito y quedó registrado para la posteridad.
Simon
y Garfunkel se conocieron en la niñez. Ambos fueron matriculados en el
mismo colegio en el área de Forest Hills, en Queens. Desde 1957
anduvieron haciendo música bajo el remoquete de Tom & Jerry. Hasta
que un día, en el Greenwich Village, Simon le mostró un par de canciones
a su compañero, que resultaron siendo parte del que sería su primer
disco: Wednesday Morning, 3 A.M. Se publicó en octubre del 64. En él
incluyeron "The Times They Are a-Changin'" de Bob Dylan, "The Sound of Silence"
y "He Was My Brother", este último en homenaje a Andrew Goodman, un
amigo que estuvo entre los tres jóvenes activistas asesinados en Neshoba
County, Mississippi, por miembros del Ku Klux Klan. La discografía de
Simon & Garfunkel, juntos y separados, es vasta; incluyendo la
música para la película El Graduado, de 1968. Habiendo sido Simon el
principal compositor del dueto.
Lo cierto es que un día de 1981,
Paul Simon se reunió con el destacado músico y productor Dave Grusin, y
concibieron la idea de un gran evento con ribetes de espectacularidad.
Sería en algún lugar amplio de Nueva York que no podía ser otro que el
Central Park. Simon andaba de moda con el lanzamiento de su disco One
Trick Pony, que, sin haber sido su mejor placa -con "Late in the
Evening"- lo había puesto nuevamente en las listas de popularidad. Pero
la idea de ambos fue mucho más lejos.
Simon & Garfunkel, años después. (FOTO: Internet).
Era
conocido que, amén de sus grandes éxitos, la relación entre Simon y su
antiguo ex-compañero había sido turbulenta. Pero aquello había quedado
en 1970 cuando decidieron separarse. Y esta vez, alguien sugirió que al
planeado concierto de Simon se le agregara algo más. Fue así como
convocaron a Garfunkel para lo que terminó siendo el retorno de uno de
los más populares dúos de la música moderna.
Desde el día
anterior, el público se había empezado a acercar a la inmensa área verde
neoyorquina con el propósito de ver la reunión de sus ídolos. Para ese
momento, el grupo productor había anunciado una velada gratuita. Todo
estaba listo para el día 19. Era sábado. Una gran banda aparece en el
escenario, y Simon & Garfunkel interpretan "Mrs. Robinson". Era el
retorno. Le siguieron "Homeward Bound", "America" y una propia de Simon,
"Me and Julio Down by the Schoolyard", de su primer disco
en solitario. La lista es larga y también incluyó "A Heart in New
York", que Garfunkel acababa de publicar. Desde sus primeros acordes, el
clásico tema de Benny Gallagher y Graham Lyle, tuvo impacto en la
audiencia.
Durante la tarde se recuerda un incidente que lo
protagonizó un espectador que se encaramó en el escenario para atacar a
Simon. Coinicidentemente fue durante la interpretación de "The Late
Great Johnny Ace", que el cantautor había compuesto citando el asesinato
de John Lennon, que, también en Nueva York, había acontecido poco menos
de un año antes. Mientras cantaba, Simon solo interpuso su guitarra y
la seguridad se encargó del resto [ver video].
Simon & Garfunkel, años antes. (FOTO: Michael Ochs Archive/Getty).
El resultado fue The Concert in Central Park, un disco doble -que posteriormente fue compilado en un disco compacto- y un VHS que, en 2003, aparecería en DVD. "Scarborough Fair", "April Come She Will", "Wake Up Little Susie", "Still Crazy After All These Years", "American Tune", "Late in the Evening",
"Slip Slidin' Away", "Kodachrome/Maybellene", "Bridge over Troubled
Water", "50 Ways to Leave Your Lover", "The Boxer", "Old Friends", "The
59th Street Bridge Song (Feelin' Groovy)" y "The Sound of Silence",
fueron parte de la publicación. Una buena recopilación de canciones que,
para unos, con la ayuda de Phil Ramone -quien ya había trabajado con
Simon- fue muy bien realizada y, para otros, le sobró músicos, a un dúo
que se había caracterizado por su influencia en el rock acústico. Pero
esa no fue precisamente la tarde. Hubo más de jazz que lo que aquellos
esperaron. Y es que los tiempos habían cambiado. De eso, hace más de un
cuarto de siglo.
Javier Lishner Santa Clara, California 19 de septiembre de 2009
Su
tienda era contigua a la nuestra en un camping cercano a Barcelona. Se llamaba
Ingrid y era danesa, por lo que en ningún momento nos pudimos dirigir alguna
frase con sentido. Pero más que su poca destreza en coger pechinas en la playa
o su floreado bikini, lo que me llamó la atención fue el color de sus ojos y su
muda sonrisa.
Solamente
coincidimos tres o cuatro días aquel verano. Cuando acabaron de recoger sus
cosas ella sonrió al ofrecerme un papelito con su dirección, supongo por si yo
quisiera escribirle. No lo hice, ni siquiera por Navidad, que no requería
ningún alarde lingüístico.
Después
de treinta años aún conservaba aquel papel. Busqué información de la ciudad, que
resultó ser un pequeño pueblo cerca de Copenhague de apenas doscientas personas.
Cogí un vuelo y en menos de cuatro horas estaba paseando por su calle más
concurrida, esperando volver a encontrarme con aquellos ojos marrones. No era
tan difícil en un país nórdico.
La
vi de la misma manera que cuando me despedí entonces. Cargando maletas en un
coche, pero esta vez acompañada de un hombre y dos niños. Era evidente que,
siendo también verano, marchaban de vacaciones, quizás al lugar de dónde yo
venía.
No
valía la pena acercarse. Ella seguramente no me reconocería, por la sencilla razón
de que yo seguía teniendo la cabellera rubia y unos ojos
oceánicos. Allí, nada del otro mundo.