lunes, 29 de junio de 2015

Disco de la semana (27) : Van Morrison. BBC Four sessions 2008

 

 

Van Morrison: Porque el mundo me ha hecho así 

 

En la contracultura, a principios de los 70, corría un dicho brutal: “Si Van Morrison fuera alto y guapo, habría que encerrarlo.” Deben entender el clima antiautoritario: esa maldad sugería que alguien con semejantes poderes (de composición, de interpretación) podría convertirse en un dictador. Se intuía que su fuerte no era la empatía con los seres humanos. Se contaban historias de su niñez en Belfast. Los recuerdos de Nancy McCarter, la vecina de Hyndford Street que salió sin llaves y se le cerró la puerta. Alguien pidió ayuda al joven Morrison: “Ivan ¿podrías subir por el muro del jardín, y entrar por la puerta  trasera?”. El niño dijo “No”, y siguió a lo suyo.

Supongo que se repetía esta anécdota debido a su similitud con la historia descrita en la primera estrofa de The weight, el primer éxito de The Band, amigos de Van y vecinos suyos en Woodstock. Por su parte, Morrison ha tendido a retratar su infancia y juventud como un periodo miserable. Aún antes de que estallaran “los problemas” de Irlanda del Norte, tu suerte dependía de que fueras católico y protestante.
Un día, lo confesó al Rolling Stone estadounidense, unos chavales empezaron a sacudirle. Católicos vengándose de los protestantes –o al revés- pero la paliza no paró hasta que gritó: “Sea lo que sea lo que penséis que yo soy, estáis equivocados”. Efectivamente, la señora Morrison se había unido a los Testigos de Jehová, una secta particularmente intolerante. Resultaba tan exótico que los matones le dejaron marchar.
El Mito de Belfast se basaba igualmente en la evocación de momentos de embeleso, de arrobamiento: Ivan paseaba y, de repente, se veía sincronizado con el agua, la tierra, el viento: años después, buscaría esos elevamientos a través de la música. Ah, la música: de alguna manera, se convirtió en el esperanto perfecto para Morrison, su comunicación con un mundo hostil. Dominaba la guitarra pero nadie le dejaba subir a los escenarios: abundaban los guitarristas. En unas pocas semanas, aprendió el saxo y los asombrados músicos le abrieron un hueco.
La leyenda se basa igualmente en la famosa colección de discos paterna. Se ha llegado a proclamar que George Morrison tenía “la mejor discoteca privada de todo el Ulster”. A diferencia de los rebeldes británicos del beat, Van presume de que no necesitó descubrir el rhythm and blues en la cola del rock & roll o a través del burdo skiffle: creció, aseguraba, escuchando lo mejor del jazz tradicional y el bebop, el blues ancestral, el góspel sagrado. Puede que así fuera pero uno se pregunta cómo hacía su padre, modesto electricista que trabajaba en los astilleros, para comprar tantos discos en una ciudad que no era una meca cosmopolita.
Pero mejor no profundizar. Verán: se ha publicado una docena de libros sobre Van Morrison. Ninguno ha sido alentado o facilitado, aparte del primero, Van Morrison: into the music, firmado por un complaciente periodista canadiense, Ritchie Yorke. Sin embargo, nos estamos acercando a los 60 años de Van como músico profesional y sigue siendo la única figura de la Primera División que no tiene una biografía digna. Sí, hay ensayos (el último, When the rough god goes riding: listening to Van Morrison, de Greil Marcus), muchos encomios y bastantes trabajos de corta-y-pega. Pero ninguna editorial ha puesto dinero suficiente para que alguien invierta años de esfuerzo en escribir una biografía digna de ese nombre.
Van the Man. Morrison en un programa de la TV estadounidense, en 1977 ©  Michael Ochs
Van the Man. Morrison en un programa de la TV estadounidense, en 1977 © Michael Ochs
En el negocio editorial también tiene fama de hueso duro de roer. En 1993, intentó parar Van Morrison: it’s too late to stop now, un libro grande, rico en fotos,  positivo. Un indignado Morrison señaló varias docenas de errores, aunque la mayoría eran juicios de valor, discutibles pero sagrados bajo la libertad de opinión. La editora, Bloomsbury, rechazó su oferta de pagar generosamente para retirarlo del mercado.
Obvio que se puede redactar una biografía a pesar de la completa oposición del retratado; lo hizo Barney Hoskyns con su tomo sobre Tom Waits, aquí traducido como La coz cantante. Por cierto, Tom y Van coincidieron en el vaporoso negocio del cine. Según Morrison, Coppola le planteó primero componer la música de Corazonada. Lo rechazó con un razonamiento que revela lo poco que asimiló del guión: “¿Una película que transcurre en Las Vegas? Yo detesto Las Vegas”. O quizás fuera el poso del alma hippie, al que luego retornaremos.
¿Qué podemos decir sobre esa fobia a las preguntas, a las indagaciones? “Una manía de Van”, responden sus amigos, que también los tiene. Ahora evita las entrevistas, aunque concedió muchas en el siglo pasado (generalmente, ay, de mala gana). Ha intentado esquivarlas facturando entrevistas promocionales, en audio y/o vídeo, donde comentaba el nuevo lanzamiento. Hasta en eso se ha vuelto tacaño: vean los fragmentos con que anuncia sus encuentros con los invitados a participar en su entrega de 2015, Duets: re-working the catalogue. Esas migajas no sacian nuestra curiosidad. Admiradores tan entregados como Brian Hinton, profesor de Oxford y autor de Celtic crossroads: the art of Van Morrison, reconocen que su cancionero es esencialmente autobiográfico. Por ejemplo, el único curro manual de los días de Belfast fue el de limpiaventanas, invocado maravillosamente en Cleaning windows, editada en 1982.
Estamos ante lo que en el mundillo musical se llama un control freak. No tan fanático del control como un Prince, que arremete hasta contra sus propios fans, pero con semejante sentido de superioridad moral. Morrison ha preferido cañonear a los hombres que facilitaron su carrera en los 60.
Nadie va a defender a Phil Salomon, otro nativo de Belfast, que consiguió que su grupo, Them, grabara para Decca. Era un chanchullero: figura en la historia secreta de la música pop española como el magnate que se ofreció a promocionar a Los Bravos en Radio Caroline, la principal emisora pirata de mediados de los sesenta, a cambio de un alto porcentaje de las futuras ganancias.
Morrison ha renegado de la discografía de Them, alegando que en aquellos discos no tocaba el grupo sino músicos de estudio. No es un gran pecado –de una u otra manera, Them hicieron temas abrasadores– y tampoco parece una cuestión de lealtad a sus compinches, viniendo de alguien que suele tratar a sus músicos a patadas, cambiando de personal sin preaviso ni finiquito.
Salomon, además, le puso en los brazos del productor Bert Berns, maestro del soul-pop con sabor latino, que dirigiría en 1967 su lanzamiento como solista en Estados Unidos, gracias a la memorable Brown eyed girl (canción que su autor asegura odiar), editada en su sello, Bang Records. Morrison cuenta horrores de las sesiones con Berns, sin olvidar las portadas de Bang. Sin embargo, hay fotos donde Van luce feliz al lado de Berns, en la típica francachela de la industria musical.
Van Morrison con Them © Dezo Hoffmann
Van Morrison con Them © Dezo Hoffmann
Puede que Bang no fuera la más cool de las independientes neoyorquinas pero Morrison gozó allí de considerable libertad: ¿cómo explicar que, en la primera cara de su primer elepé, se insertara un bajón bestial como T.B. sheets, diez minutos de la visita a una novia que se muere de tuberculosis?
De repente, a finales de 1967, un infarto acabó con Berns. Y Morrison aprovechó para escaparse. Usó técnicas de saboteador: obligado a hacer más discos, se presentó en el estudio para plasmar 31 “canciones”, 31 chistes musicales de alrededor de un minuto de duración, alguno especialmente cruel con Berns. Para su eterna vergüenza, esos dislates fueron publicadas en 1994, como Payin’ dues.
Estamos contemplando a un hombre maduro portándose como un niño petulante, una ocurrencia equivalente a la “genialidad” de Prince cambiándose de nombre. La “contractual obligation session” no hubiera aguantado en ningún tribunal –la letra pequeña suele exigir que los temas sean “editables”– pero Van se benefició del caos de Bang Records y de la inexperiencia de la viuda de Berns. Esta ha afirmado que “Van mató a mi marido, a disgustos”.
Más adelante, Morrison añadió colores heroicos a su espantada. Se instaló en Cambridge, la localidad universitaria de Massachussetts, donde podía sobrevivir actuando con bandas de pequeño formato. Asegura que los socios de Berns le pusieron micros en su casa de Nueva York, amenazaron con denunciarle a la policía por fumar porros. Sugiere que eran mafiosos.
Paranoia y palabrería. Si tuviera enfrente a auténticos mafiosos enfadados, de nada le habría servido poner 300 kilómetros de distancia. Cuando fichó con Warner, la compañía californiana pagó una compensación (20.000 dólares) a los caballeros de origen italiano que se decían propietarios del contrato con Bang y sanseacabó.
Van tiene una pasmosa habilidad para pintar con colores tétricos lo que debería recordar como triunfos. Retrocedamos a su embriagador Astral weeks (1968). Se ha quejado de que no hubo ensayos pero olvida  que precisamente le pusieron (excelentes) instrumentistas de jazz para que aquello fluyera. Y fluyó, a pesar de que Van decidiera no comunicarse verbalmente con Connie Kay (veterano del Modern Jazz Quartet) o Richard Davis (ídem de Miles Davis). Ni pistas sobre las canciones ni sugerencias sobre el sonido que buscaba.
Ha recaído en el absurdo hábito del silencio en el estudio. Para No guru, no method, no teacher (1986), llamó a Ry Cooder, a quién ya había tratado. Le puso varios temas y el guitarrista añadió lo que se le ocurría . Cuando Cooder se marchó, Van ordenó que se borraran sus pistas. Estaba enfadado: “Pensaba que iba a tocar jazz”. El ingeniero de la sesión, Mick Glossop, entendió el desconcierto de Morrison: había visto Jazz, el disco de Cooder de 1978; no llegó a escucharlo, ya que no contiene el tipo de jazz que hubiera encajado. Y Van es un formalista, nada dado a la subversión de estilos.
Hay cierto arte perverso, sin duda, en su habilidad para retorcer la realidad. Rechaza cualquier deuda con el movimiento hippie, a pesar de las evidencias: las entrevistas, donde usaba la jerga del movimiento (“my trip”, “a head”, “to dig”). Sin olvidar las fotos con caftán, esos años pasados en Woodstock y en Marin County, focos del hippismo estadounidense. Pero le excusan, siempre hay alguien dispuesto a echarle un capote: “Esos años son dolorosos, le recuerdan la separación de Janet Planet, su primera mujer”.
Cantando 'I shall be released' junto a Dylan y Robbie Robertson en la grabación del 'El último vals' (1976) © Ross Gilmore
Cantando ‘I shall be released’ junto a Dylan y Robbie Robertson en la grabación del ‘El último vals’ (1976) © Ross Gilmore
Efectivamente, Janet podía ser el arquetipo de “flower child”. Los testigos de su relación hablan de una mujer que se sacrificó para que el León de Belfast pudiera rugir. Un ser sociable que no pudo atender a las ofertas que llegaban, como actriz y modelo: Van la necesitaba en casa.
Aunque ahora lo niegue, Van Morrison fue un ídolo para los hippies. Encajaba: el tipo introspectivo que prefería el campo, el romántico que cantaba al sexo, el panteísta que celebraba las maravillas del universo. Y así le trataban en Warner, la multinacional más “en la onda” de los primeros años 60 , cuando publicó la tanda de discos sublimes que comenzó con Moondance.
Como casi todos, aquel vínculo se agrió. Uno de los pilares de Warner era el productor Ted Templeman, responsable entre 1971 y 1974 de Tupelo honey, Saint Dominic’s preview e It’s too late to stop now. Prescindiendo de diplomacias, fue tajante: “No trabajaré más con Van Morrison, aunque me ofrezca dos millones de dólares; envejecí diez años con esos tres discos. Ha hecho la vida infernal a mánagers, agentes, músicos, a todos los que han trabajado para él”.
A principios de los 80, Warner Brothers hizo una limpia en su catálogo y prescindió de los servicios de varias docenas de artistas. Provocó un escándalo mediático cuando se supo que uno de ellos era el inmenso Van Morrison: la discográfica quedó en mal lugar. No podían alegar públicamente lo obvio: que (1) sus ventas bajaban en picado y que (2) tratar con él era una pesadilla.
Morrison lo explicó cómo pudo: “En el resto del planeta me distribuye Polygram, así que tiene sentido que también lo haga en EEUU.” A partir de entonces, se acoge al modelo de artista de prestigio: vende cifras razonables y concede permisos para lanzar recopilatorios (The best, Van Morrison at the movies, Still on top) que despachan grandes cantidades. Firma contratos cortos, lo que le ha permitido, en los últimos 25 años, colocar sus novedades en Virgin, EMI, Blue Note, Lost Highway y, ahora, RCA.
Van es el típico artista que frustra a los disqueros. Le admiran y calculan que podrían multiplicar sus ventas con unos mínimos guiños, pero ese no es el estilo de Van. La única concesión a las actuales fórmulas consistió en recrear íntegramente su disco más legendario, Astral weeks. Funcionó comercialmente, en taquilla y publicado –CD, DVD- como Astral weeks live at the Hollywood Bowl. Ajeno a cortesías, Van aprovechó para mandar un viaje a la discográfica que sacó el original: “Warner no hizo promoción y por eso nunca lo toqué en directo. Yo no quería hacerlas sin arreglos completos”. Lo cierto es que Warner respaldó Astral weeks pero, en 1969, no se hacían conciertos pop con orquestaciones.
Nadie le podría negar a Van el derecho a publicar discos de capricho. Algunos puristas de la música irlandesa dirían que aquello comenzó con Irish heartbeat (1988), el emparejamiento con los Chieftains, aunque lo veo más claro con los saludos: al maestro hip del jazz vocal, Mose Allison (Tell me something, 1996), al skiffle de sus años tiernos (The skiffle sesions – Live in Belfast 1998), al country (Pay the devil y You win again). Este último le traería disgustos: contenía duetos con Linda Gail Lewis, hermana de Jerry Lee Lewis. Linda no estaba habituada a los cambiantes modos de Van y rompieron en medio de una gira. Demandó a Van por “despido improcedente” y “discriminación sexual”; hubo un acuerdo extrajudicial.
Permítanme puntualizar: estos discos son perfectamente válidos. Incluso, tengo mi favorito: las versiones de How long has this been going on, un directo jazzy de 1995 con el maestro Georgie Fame. Pero, mirando a largo plazo, retrasan las citas con el Van Morrison ideal: el artista que parece conectado con energías primarias, que no es prisionero de las formas musicales. Tal vez se fastidió todo cuando Van intentó analizar la naturaleza de sus arrebatos. Anduvo en contacto con musicólogos y pensadores que investigaban sobre el poder sanador de la música, quizás ignorantes de que el concepto “healing”, en el universo morrisoniano, suele llevar connotaciones eróticas. ¿He dicho que Van nunca tuvo problemas para conseguir compañía femenina, hasta cuando era un desarrapado peludo en el grupo Them? Cuando le preguntaron a John Lee Hooker de qué charlaba con Van, en sus largas llamadas telefónicas, el lúbrico bluesman respondió sucintamente: “De mujeres”.
Perdón, vuelvo a mi argumentación. En los 80, Van parecía un cliente de lo que el periodista Robert Greenfield llamó “el supermercado espiritual”: viajó desde la terapia Gestalt a la teosofía, paladeó tanto a Jung como a la new age más etérea, fue del catolicismo hasta la temible cienciología (su inventor, L. Ron Hubbard, recibía “gracias especiales” en Inarticulate speech of the heart, 1983). Hasta tuvo un éxito en 1989 con Whenever God shines His light, a medias con el vocalista británico más identificado con el cristianismo: Cliff Richard.
Actuando el pasado mes de enero en Glasgow @ Ross Gilmore
Actuando el pasado mes de enero en Glasgow @ Ross Gilmore
Aunque ese emparejamiento pueda obedecer, más que a sintonía religiosa, al gusto morrisoniano por llevar la contra: fue productor de Tom Jones en 1991, cuando el Tigre de Gales todavía no había sido reivindicado; también bromeó sobre trabajar con Shirley Bassey. En el disco de 2015 recupera a un tejano que se reinventó en el Reino Unido: P. J. Proby. Reconozco, por otro lado, que hizo una labor justiciera al poner bajo los focos a olvidados instrumentistas de primera, como el guitarrista Mick Green o los teclistas Peter Bardens y Peter Wingfield
¿Y Dylan, oigo preguntar? Felizmente, Morrison no pasó por el cristianismo fundamentalista de Dylan, esos años de sermones en los que prometía raciones eternas de fuego y azufre para los que no creyeran en la Biblia como verdad literal. En 1989, Van rodaba un documental para la BBC, One irish rover, y arrastró a Bob a Atenas. Allí cantaron cuatro canciones –algunas se encuentran en YouTube– donde Dylan parece estar intimidado, incómodo o simplemente despistado ante un repertorio que desconoce.
Una y no más, debió de pensar Dylan. Han coincidido en escenarios pero no en discos. No sé si Morrison ha hecho esfuerzos para sumarle a su reciente Duets: re-working the catalogue. Ha preferido hacer versiones de su cancionero menos obvio con veteranos de su cuerda o jovencitos impresionables, incapaces de llevarle a un lugar desconocido. Déjenme soñar: podía haberse juntado con Shane McGowan, Mike Scott o, si quiere bocazas irlandeses, John Lydon.
En realidad, Van prefiere que no salten chispas. Antes de que se le ocurriera a otro, Morrison se produjo un disco de homenaje, No prima donna, en 1994. Aprovechaba, además, para presentar en la portada a su novia de entonces, actual esposa, Michelle Rocca, Miss Irlanda de 1980, una bella tan sobrada que aseguró que ella eligió muchas de las canciones y sus homenajeadores. La pareja puso en alerta roja a la prensa basura de las Islas Británicas y Van tuvo ocasión de conocer los modos y maneras de la hez de la profesión, que no le trataron con la reverencia habitual en los periodistas musicales: se inventaron infidelidades, les acosaron.
Si la RAE ha aceptado “amigovio”, sospecho que habría que soldar palabras antitéticas para sintetizar nuestra relación con Van. ¿Serviría “odiamar”? A ver, no puedes dejar de admirar a un testarudo que mete la pata con tan notorio orgullo: Van se resistió a la cosa esa tan moderna del videoclip hasta 1983. Y cedió con… un tema instrumental, Celtic swing, no particularmente notable.
Otro asunto son los directos. Hubo una temporada –cuando derrochábamos dinero– que era visitante regular de los escenarios españoles. No creo que tuviera una conexión especial con España. De vez en cuando, nos usaba como conejillos de laboratorio: recuerdo haberle visto con una banda muy verde, a la que reñía sin cortarse.
En España, podía cobrar su caché: tiene devotos fieles, de alto nivel adquisitivo. En los últimos tiempos, solía viajar en avión privado. Los conciertos estaban cronometrados, sin margen para arrebatamientos no programados: su plan era dormir esa noche en su mansión irlandesa.
Le vi cortar el bis en la Riviera madrileña cuando algún fan alzó la voz (¿se creería que estaba en una iglesia catedral?). En ese momento, eché de menos al antiguo pugilista: Van actuaba en el festival de Montreux, acompañado por una banda improvisada pero muy preparada, con papeles detallando acordes y cambios. Hacia el final, una mujer en las primeras filas soltó lo indecible: “Deja el blues a los negros, vete a casa”.
Respondió con acritud: “Si no te gusta, te jodes ¿vale? Hay un tío que me paga para que salga a este escenario y eso es lo que estoy haciendo. Si no te gusta ¿quieres subir al escenario y hacerlo tú misma?”. Ese es el Van que yo admiro. El que pierde los papeles pero aguanta el tirón.

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