LA
BICICLETA
(Josep Sebastián)
Una tarde, a finales de
Junio, mi padre me acompañó hasta una tienda de la calle principal del barrio y
me compró una bicicleta. Debí ser de los pocos de mi clase que ostentó tal
privilegio, y supe de los esfuerzos que la familia había hecho para costear
semejante regalo.
Lo que mi padre desconocía,
era que en los días siguientes yo iba a mostrar un escaso interés en pasear con
ella por el barrio. Lo que más me fascinaba de las bicicletas era ese maletín
colgado detrás del sillín y que nunca había podido descubrir los misterios que
guardaba en su interior.
El mío era de piel, de los
buenos. El primer día lo abrí emocionado y fui sacando las consabidas
herramientas. Ah, ¿era eso?, pensé. Con
la llave fija, unas gomas de saltar que robé a mi hermana y los trozos
circulares de parches para pinchazos, me construí un tirachinas. El tubo con el
pegamento lo puse en el cajón del escritorio. Posiblemente me serviría para
pegar los cromos de la nueva colección que pensaba comenzar en septiembre.
Aquel verano presumí bien
poco de bicicleta delante de los zagales del pueblo, pero organizamos unas
buenas meriendas de pajaritos fritos en la sombra de la arboleda, junto al río.
La misma tarde que
llegamos de vuelta a la ciudad, mi padre me reprendió. Como siempre, él sentado
en el sillón del comedor y yo de pie apoyado en la mesa.
Creo que más me riñó por
no utilizar la bicicleta que por matar gorriones a pedradas. Era evidente que,
igual que yo con el maletín, le había decepcionado.
Pero al momento, me cogió
de la mano y subimos la calle más empinada del barrio. Se puso una gorra BIC con visera y me ayudó a
empujar la Orbea calle abajo.
Vista desde allí arriba,
empotrada en una morera de grandes hojas, le cogí por primera vez un cariño que
hasta entonces desconocía.
A ambos.
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