jueves, 4 de junio de 2015

Magoo, el mago

 

MAGOO, EL MAGO

(Josep Sebastián)

Ya su nombre artístico obligaba al sarcasmo, teniendo en cuenta que no era fácil dejar de recordar al grotesco personaje que aparecía, tarde tras tarde, en la pantalla de los televisores de los años sesenta.
“Magoo, el mago”. Él mismo se encargó de colocar los carteles en los comercios del barrio dónde se encontraba el teatrillo en el que aquella noche debutaría como profesional de la prestidigitación.
Y la cosa no pudo ser peor. Cartas escogidas por el público que no adivinaba, conejos que en lugar de salir de la chistera corrían por el patio de butacas, pañuelos que no cambiaban de color, palomas que asfixiadas en el bolsillo de su levita escapaban para cagarse en la calva del señor de la segunda fila...
Los murmullos empezaron a oírse en la sala y el público se miró con medias sonrisas de complicidad y asombro. El propietario del teatro buscaba una fórmula para arreglar aquella ruina, cuando Magoo intentó dar un golpe de efecto que hiciera olvidar sus desatinos.
—Disculpen, señoras y señores —dijo—. Todo ha sido fruto de mi poca experiencia ante público tan distinguido. Y dirigiéndose a un señor con gafas de concha que aún reía a carcajadas le invitó a subir al escenario.
—Por supuesto —contestó el hombre—, no me lo perdería por nada del mundo —gritaba mientras subía las escaleras.
Magoo le saludó y le dio las gracias por ayudarle en el último número. Al retirar la mano aún le cayeron unas cuantas cartas de la manga de la camisa.
—Acomódese en esta mesa —le indicó el mago.
Cuando le puso encima la caja y echó los cierres el hombre dejó de reír. Cuando el mago se dirigió a la mesita  donde descansaba el instrumental y volvió con el serrucho en la mano las gafas resbalaron por el sudor.
Meses después, cuando le dijeron en el centro penitenciario si quería algo de lectura, Magoo pidió su colección de libros de magia, en especial los que hacían referencia al gran Houdini.

 

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