MAGOO,
EL MAGO
(Josep Sebastián)
Ya su nombre artístico
obligaba al sarcasmo, teniendo en cuenta que no era fácil dejar de recordar al
grotesco personaje que aparecía, tarde tras tarde, en la pantalla de los
televisores de los años sesenta.
“Magoo, el mago”. Él mismo
se encargó de colocar los carteles en los comercios del barrio dónde se
encontraba el teatrillo en el que aquella noche debutaría como profesional de
la prestidigitación.
Y la cosa no pudo ser
peor. Cartas escogidas por el público que no adivinaba, conejos que en lugar de
salir de la chistera corrían por el patio de butacas, pañuelos que no cambiaban
de color, palomas que asfixiadas en el bolsillo de su levita escapaban para cagarse
en la calva del señor de la segunda fila...
Los murmullos empezaron a oírse
en la sala y el público se miró con medias sonrisas de complicidad y asombro.
El propietario del teatro buscaba una fórmula para arreglar aquella ruina,
cuando Magoo intentó dar un golpe de efecto que hiciera olvidar sus desatinos.
—Disculpen, señoras y
señores —dijo—. Todo ha sido fruto de mi poca experiencia ante público tan
distinguido. Y dirigiéndose a un señor con gafas de concha que aún reía a
carcajadas le invitó a subir al escenario.
—Por supuesto —contestó el
hombre—, no me lo perdería por nada del mundo —gritaba mientras subía las
escaleras.
Magoo le saludó y le dio
las gracias por ayudarle en el último número. Al retirar la mano aún le cayeron
unas cuantas cartas de la manga de la camisa.
—Acomódese en esta mesa
—le indicó el mago.
Cuando le puso encima la
caja y echó los cierres el hombre dejó de reír. Cuando el mago se dirigió a la
mesita donde descansaba el instrumental y volvió con el serrucho en la mano las gafas resbalaron
por el sudor.
Meses después, cuando le
dijeron en el centro penitenciario si quería algo de lectura, Magoo pidió su
colección de libros de magia, en especial los que hacían referencia al gran
Houdini.
Josep, molt bo! Negre molt negre.
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