El siguiente vídeo -una grabación en
vivo de hace poco más de 50 años, con el mismo Peterson al piano junto
con Ray Brown al contrabajo y Ed Thigpen a la batería- nos demuestra que
un himno,
normalmente de estructura bastante rígida hasta llegar a lo marcial en
los himnos nacionales, puede sorprendernos transmitiéndonos una gran
sensación de libertad sin necesidad de ningún texto, gracias a la
creatividad de los intérpretes y a las sonoridades de blues y de spiritual.
Obra celestial, imprescindible entre imprescindibles, música afrodisiaca,
inspiración divina, la mejor venta no sólo de Miles sino de toda la historia
del jazz, una de las obras que jamás se hayan grabado.
Esto y mucho más se ha dicho de "Kind Of Blue". Su reputación es
tal que en cierta manera ha dejado de ser un simple disco para convertirse en un
mito.
Pregunta: ¿Qué LP regala Julia Roberts a Richard Gere en "Novia a la
fuga"?
Respuesta: ……………. Bravo, acertaron
Eludiendo comentarios extramusicales, "Kind Of Blue" es una de las
obras fundamentales de Miles Davis, sin ninguna duda. Su éxito entre los
aficionados al jazz tal vez sea debido a que esta obra se sitúa en el punto de
equilibrio idoneo de la balanza formada por las diversas corrientes
jazzísiticas. Aceptado de la misma forma por aquellos (crítica y público)
más reaccionarios que por los otros más intransigentes, así como un disco
perfecto para atraer la atención de los no iniciados al jazz.
"Kind Of Blue" sigue desarrollando el concepto "modal"
iniciado ya por Miles en "Milestones". Concepto desarrollado por
George Russell, en el cual el intérprete improvisa sobre una serie de escalas,
en vez de hacerlo sobre acordes o armonías (como habitualmente se practicaba).
Aparte del enfoque musical "modal", las composiciones eran totalmente
originales, y los músicos por tanto desconocían previamente tales
composiciones, sin ningun ensayo previo y estando los interpretes dotados de
contundentes aptitudes creativas (lo que podría haber llevado a una
confrontación de egos), podría haberse esperado cualquier resultado. Pero todo
se desarrolló perfectamente. Allá cada uno buscando donde reside la magia del
disco (tratamiento modal, equilibrio, serenidad, belleza, sencillez)
Sin embargo hay quien no encuentra todo perfecto, el trompetista Enrico Rava
le encuentra un inconveniente al disco: ¡la portada!.
¿Qué decir de los temas que conforman el disco? ¿Cuántos "Kind Of
Blue" existirán si consideremos las innumerables veces que se han hecho y
se harán esos temas? ¿La eternidad no consiste en una continua rememoración?
Aunque en los créditos solo se atribuya a Miles Davis como compositor de los
temas, Bill Evans aportó "Blue In Green" y en "Flamenco
Sketches" participó junto a Davis en su composición. También se merece
pues Evans su partipación eterna.
Antonio Martín
Esta novela de Mario Vargas Llosa está hecha para seducir.
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima
natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el
rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven,
inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera
del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres,
París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos
personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo.
Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la
intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera
fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega en Travesuras de la niña mala
(2006) con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que
el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña
mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute... ¿Cuál es
el verdadero rostro del amor? La crítica ha dicho:
«Una novela de amor de hoy,
de erotismo, con encuentros, separaciones, sufrimientos, engaños,
entrega, y también mucha verdad, y en la que Vargas Llosa, a modo de
entomólogo, analiza minuciosamente la condición humana, como su gran
admirado Flaubert en La educación sentimental, obra que se cita
en la novela, entre otras muchas referencias literarias a las que alude
el autor. Y es que la idea de novela para Vargas Llosa es “la
experiencia totalizadora de la condición humana”.» El País
«La niña mala recuerda a los amorosos de Sabines: buscan la felicidad
sin nunca encontrarla, pues encontrarla equivaldría a perderla sin
remedio. Muy recomendable esta novela, en apariencia modesta, pero que
en realidad rasca con saña exquisita en nuestros más íntimos deseos y
frustraciones domésticas.» Javier Munguía, Revista de Letras
De
niño mi padre solía enviarme al estanco del barrio para comprarle tabaco. Recuerdo
el rótulo de madera con la palabra Expendeduría, y siempre me pregunté porque
solo allí y no en la parada de pescado del mercado las cosas no se vendían.
Simplemente se expendían.
Pues
bien, en una esquina del mostrador había una jaula con un pájaro. Sabía que era
un canario porque los había visto en las colecciones de cromos sobre naturaleza
que regalaban en las tabletas de chocolate. Lo que no sabía es que aquel pájaro
no era un ser vivo. Me lo confesó el dueño del estanco un día que estábamos
solos.
—Aunque parezca de verdad —me dijo en
voz baja—, en realidad el pájaro es mecánico. Está hecho de hierro y plumas
artificiales, y si te fijas bien los ojos son de vidrio como las canicas.
Me
acerqué a la jaula y asentí con la cabeza. Un hombre que en lugar de vender
expende no puede mentir, pensé.
Cada
día que mi padre me enviaba a por tabaco intentaba poder ver un fallo en el
mecanismo del animal, que dejara de mover una parte del cuerpo o que se
repitiera en una fase del canto como los discos rayados. Pero nada. Algún día
la jaula estaba en la entrada del estanco, colgada en un clavo ganchudo de
hierro. Creo que su dueño lo hacía para aprovechar la energía del sol en pos de
darle larga vida al pájaro.
Precisamente
uno de esos días que el animal disfrutaba de la alegría callejera unos
compañeros de clase, los que siempre se les había conocido como “los gamberros”,
abrieron la puertezuela de la jaula y el canario voló.
Entré
a comprar tabaco como de costumbre y encontré al expendedor muy abatido por la
pérdida del pájaro. Me dijo que no habría otro igual como “Titu” mientras yo me
fijaba en sus ojos como canicas y sus manos que desprendían robín.
Se
lo conté a mi padre y ese día se tomó fiesta en la fundición dónde trabajaba y me
llevó al zoo.
Un futbolista de veinte años llega de Buenos
Aires para ser el jugador estrella de un equipo de Madrid. Una
estudiante con los dieciséis recién cumplidos despierta a la vida
convertida en una bomba de relojería. Un hombre abandonado ve esfumarse
su posición laboral y sus certezas y responde con un acto tan drástico
como sorprendente. Un anciano que asiste a la enfermedad de su mujer, se
entrega a una fuga secreta e inconfesable. La culpa, la pureza, la
búsqueda de la felicidad, el amor y, sobre todo la supervivencia, forman
la tela de araña sobre la que los personajes se sostienen entrelazados.
Una historia agridulce y trepidante, con toques de comedia y
protagonistas tan cercanos como poco previsibles… que no tienen otro
remedio que aprender a saber perder
David Trueba ha explicado que cuando escribe busca la complicidad del lector y pretende que mientras dure el efecto de la lectura del libro "tenga la sensación de que los personajes existen".
"Perturbar es casi siempre más interesante que masturbar",
ha sentenciado en uno de sus frecuentes y agudos comentarios, en los
que no ha evitado referirse a la campaña electoral y ha criticado que "a
los políticos se les olvida que perder es muy importante" y nunca
hablen de lo que pueden hacer si pierden.
Dos de los cuatro protagonistas de 'Saber perder' son Sylvia, que
cumple 16 años el día en que comienza la novela, y su padre, Lorenzo, un
hombre separado que trata de superar el abandono de su mujer y su
fracaso laboral.
Los otros dos protagonistas son Ariel Burano, un joven jugador de
fútbol que deja Buenos Aires para fichar por un equipo español y con
quien la adolescente empieza a jugar en la "gran liga", y el abuelo de
Sylvia, Leandro, un anciano profesor de piano que vive en esa época en
la que casi todo se derrumba.
En toda la novela está muy presente una doble lectura de los
personajes basada en cómo nos consideran los demás y lo que es cada uno
porque el autor confiesa: "me atrae mucho el juicio y el contrajuicio".
El cineasta y escritor ha proyectado en el anciano profesor de piano
el viejo que le gustaría ser porque "los viejos son los únicos que
pueden hacer lo que quieran. Se tiran sin paracaídas" y ha agregado:
"las personas más juveniles que conozco son viejos".
A Trueba le gustan "los viejos vivos, no los viejos
aspirantes a museo" y ha rememorado sus propias vivencias al explicar
que de niño se acostumbró a hablar con ancianos porque su padre ya era
viejo cuando él nació y porque es el menor de ocho hermanos.
Retrato del legendario músico Bob Dylan. Seis intérpretes
encarnan diferentes momentos de la vida personal y profesional del
cantante norteamericano que revolucionó la música popular en los años 60
y 70. Desde entonces, su influencia sobre músicos, escritores, poetas y
sobre la cultura en general ha sido permanente. El filme consta de
varias historias cuyos protagonistas son de lo más heterogéneo: Woody
(Marcus Carl Franklin) es un niño negro de once años que siempre está
huyendo. Robbie (Heath Ledger), un artista mujeriego que vive en la
carretera. Jude (Cate Blanchett), un joven andrógino, es estrella del
rock. John (Christian Bale), un ídolo folk que se convierte en
evangelista. Y Billy (Richard Gere) es un famoso fugitivo.
(FILMAFFINITY)
Premios
2007: Oscar: Nominada a Mejor actriz de reparto (Cate Blanchett)
2007: Globo de Oro: Mejor actriz de reparto (Cate Blanchett)
2007: Premios BAFTA: Nominada a Mejor actriz secundaria (Cate Blanchett)
2007: Festival de Venecia: Premio Especial del Jurado y Mejor actriz (Blanchett)
2007: Festival de Toronto: Mejor actriz (Cate Blanchett)
2007: Asociación de Críticos de Los Angeles: Finalista a Mejor actriz sec. (Blanchett)
"Haynes analiza siete facetas del músico y
construye un puzzle único. (...) un ejercicio semiótico disfrazado de
cine de época. (...) Puntuación: ★★★★½ (sobre 5)."
Olegario no sólo fue un as del
presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su
poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía:
“Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y
anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57
a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso
de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de
pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los
bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es
posible que mi casa se esté quemando”.
Llamaron un taxi y encargaron al chofer
que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y
Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté quemando”. Los amigos
guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la
nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía
Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente
mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y
los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor.
De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla
volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del
taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde
vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus
buenos amigos.
Lo misterioso acecha a la vuelta de la esquina, en
el interior de uno mismo. Mujeres grandes que
sueñan con hombres diminutos. Maniquíes
que sudan. Pollos que llegan desde el mercado a
casa, pero que jamás aparecen en la mesa. Mentiras
que se convierten en realidades inexplicables.
Cerillas viejas que iluminan habitaciones antiguas.
Pequeños malentendidos que dan lugar a
preguntas fundamentales. Delirios sensatos. Corduras
delirantes… Bienvenido al mundo de Juan
José Millás. Si puedes dejar de leer un segundo para
prepararte un café, ese café quedará contaminado
por la lectura de Los objetos nos llaman. Será
especial, único, un café inolvidable, porque estará
preparado por uno de sus personajes. Este libro,
ese café y tú os habréis convertido en un relato.
Prueba. No se puede leer a Millás sin que algo, a
nuestro alrededor, cambie, sin que la realidad
cotidiana nos asombre. Millás ejerce en este libro como un maestro de la
distancia corta. Cada uno de estos cuentos, breves
como un fogonazo, ilumina un secreto, revela un
misterio, provoca una pregunta. Todos, bajo esa
escritura precisa y veloz, esconden una sorpresa.
Inimitable mezcla de humor, de pánico, de ironía,
en esa atmósfera entre realista y onírica que
caracteriza la escritura de Millás.
Tras la muerte de Suso, su mejor amigo, Cundo (Javier
Cámara) regresa a su tierra después de diez años de ausencia. Sus planes
son emborracharse con sus viejos amigos en memoria de Suso, aparentar
que todo le va de maravilla y salir corriendo de allí otra vez. Pero ni
las cosas le van tan bien, ni Suso se va a conformar con una borrachera.
(FILMAFFINITY)
2007: Unión de Actores Españoles: Nominados Actor (Cámara), Actriz Sec. (Cordero)
Críticas
"Ni un diálogo acartonado, panfletario o
engolado (...) un debut bien escanciado, aunque con algunos posos de
corcho en en fondo. (...) Puntuación: ★★ (sobre 5)."
Javier Cortijo: Diario ABC
"Irresistiblemente divertida (...) Hay
facilidad y atrevimiento para saltar de la comedia al drama sin paños
calientes (...) Puntuación: ★★★ (sobre 5)."
Ricardo Aldarondo: Fotogramas
"Te cautiva, te hace reír e incluso te emociona (...) Puntuación: ★★★ (sobre 5)."
David Bernal: Cinemanía
"Simpática suma de melodrama y comedia (basada
más en la amabilidad que en el humor) (...) abusa un tanto de la
emotividad (...) Puntuación: ★★ (sobre 5)."
Dicen que en San Valentín todos los corazones abren sus ventanas a las flechas de Cupido. Se ponen rojos como tomates de tanto palpitar, tanto que cuando ya rinden sus postigos al amor, pueden caer desde ellos sus pepitas.
Conocí a Ana en un viaje
por la India. Yo atravesaba un momento en que sentía una inquietud espiritual
que me llevaba a los mundos de Buda, y planifiqué el viaje en solitario para no
distraerme de mi verdadero objetivo: el amor, la devoción y la entrega. Ella
por el contrario, si es que se le puede poner ese adverbio a su costoso
peregrinaje por las ciudades santas de Bradinath y Benarés, era una forma de
gastar su paga extra por su trabajo en una gran compañía multinacional. Viajaba
con la seguridad que goza un occidental entre la penuria de un país que para
ella era un festival de color y de bondad.
Pero congeniamos. Ana iba
acompañada de un hombre por el cual nunca le vi mostrar un gran afecto más que
del formal en unas condiciones vitales que nunca son del todo gratas. Estaban,
aun teniendo en cuenta los buenos hoteles y restaurantes que frecuentaban (yo
no, había contactado con gente humilde que me cedía una habitación a un precio
módico), en un territorio y una cultura situada prácticamente en las antípodas
de nuestra ciudad, Barcelona.
Coincidimos paseando por
una calle de Nueva Delhi y se me hizo tan familiar el “Hemos de volver al
hotel, Juan” que me giré y les dije “Os acompaño, amigos”. La sorpresa y las
risas se convirtieron poco a poco en una conversación con la que nos hicimos
una idea de nuestras biografías. La de Ana y la mía. Juan parecía ajeno y
solamente miraba por la ventana del taxi y se limpiaba de vez en cuando los
pantalones caquis de algodón. También abría y cerraba los múltiples bolsillos
de un chaleco que más parecía de un reportero gráfico que de un viajero. Mi
aparición creo que no le hizo mucha gracia.
Cenamos en el hotel e
intercambiamos nuestros números de teléfono con la intención de quedar en
Barcelona y mirar las fotos del viaje. Ana insistió en que me apuntara con
ellos a una excursión que el día siguiente se había organizado para visitar un
templo budista de renombrada fama. Después de la visita me despedí de ellos.
Fue la última vez que la vi.
Al cabo de dos meses, ya
en Barcelona, me llamó por teléfono. Había montado un álbum con un amplio
reportaje fotográfico del viaje asiático y quería enseñármelo. Me citó a media
tarde en una cafetería céntrica.
Cuando llegué Ana ya
estaba sentada en la terraza exterior. Me extrañó que fumara cuando nunca le
había visto coger un cigarro, y su brillantey largo pelo rubio se había convertido en un azabache al estilo garçon
parisino. Al lado de la taza de café había un libro, de Saramago creo. Se
alegró mucho de verme y me fue enseñando con todo detalle la secuencia fotográfica
día a día, templo a templo, calle a calle… Le felicité por el trabajo y
reconoció que prácticamente todas las fotos las había hecho su acompañante, del
cual no pregunté nada ni ella me lo volvió a citar en toda la tarde.
Al despedirnos me dejó el
libro para que cuando quisiera se lo devolviera, como una excusa para volver a
compartir una velada agradable como la de esa tarde. Acepté y quedamos en que
ya la llamaría.
Si les dijera que cuando
nos dimos un abrazo llegué a pensar que aquella mujer no era Ana les mentiría.
Sin embargo había algo que me hacía pensar en una transformación que dada mis
últimas inclinaciones místicas pudiera parecer kármica. Con el tiempo se me
borró aquella impresión por el simple motivo que no volvimos a coincidir.
Pero hoy acabé el libro y
la llamé. Quedamos en la misma cafetería a las cinco de la tarde, como la otra
vez. Esta vez fui yo quién llegué temprano. Esperé cinco, diez minutos y no
aparecía. Pedí unas patatas fritas y una cerveza. Al rato una paloma se acercó
y comió de las migajas que habían caído al suelo. Media hora y Ana seguía sin
dar señales de vida.
Le llamé al móvil y no
contestaba. Un perro callejero se acercó a la mesa al aroma de las patatas
estilo mediterráneo, pero al acercarse no le gustó el ligero toque de vinagre.
Aun así siguió por allí hasta que le hice un gesto con el libro para que
marchara. Lo conseguí no sin antes arrebatarme la novela de Eduardo Mendoza con
la que le increpé. Salió huyendo y no lo vi más.
Después de una hora de
espera decidí marchar. Ni Ana recuperó su libro ni yo recuperé a Ana.
Un año después me encontré
con su acompañante de chaleco de reportero por casualidad, detrás de la cola
del supermercado de unos grandes almacenes. Él se quiso hacer el esquivo pero
yo le abordé y me interesé por su vida. Me confesó que se había casado con Ana
y tenían un par de gemelos. Creo que se refirió a ellos como sus cachorros.
Al salir vi cómo se
alejaba y una paloma se cagaba en su gorra.
Un buen día, después de cinco años en
paro y cuando toda clase de locuras (la más reincidente la del suicidio)
rondaban mi mente, recibí una llamada telefónica que me dejó perplejo.
Al parecer había ganado un premio literario por mi novela Un universo paralelo (por
razones que el lector comprenderá más adelante he preferido emplear un
título supuesto, y no el verdadero). Por un simple instinto de
supervivencia le di las gracias a la señorita, o señora, que me hablaba
desde el otro lado del hilo telefónico y le aseguré que en la fecha
prevista acudiría encantado a la ciudad que me agasajaba con tan notable
honor (también he considerado oportuno callar el nombre de la ciudad y
el del premio en cuestión). La señorita –o señora–, muy amable, me
felicitó de nuevo y se despidió recordándome que me enviarían un correo
electrónico con toda la información que pudiera necesitar. Sobra decir
que aquel generoso premio me venía como caído del cielo. Sólo un pequeño
detalle se me antojaba francamente extraño: yo no había escrito ninguna
novela.
Cuanto más me esforzaba en comprender lo
ocurrido, más confuso me parecía todo. Aquella señorita (o señora)
había llamado a mi número de teléfono y había preguntado por alguien que
se llamaba como yo. En principio, alguien que tiene mi mismo nombre,
mis mismos apellidos e idéntico número de teléfono, no puede ser otro
que yo mismo. Pero si yo no había escrito ninguna novela y, desde luego,
no había participado en ningún premio literario, ¿cómo era posible que
hubiese resultado ganador?
Cavilé durante todo el día sobre aquel
asunto. Supuse que si me personaba a recoger el premio, me exigirían una
identificación; claro que, pensándolo bien, esto era algo que podría
hacer sin problemas, ya que bastaba con mostrar mi carnet de identidad.
Así las cosas, sólo tendría que sonreír, mostrarme amable y agradecido,
recoger el cheque y volver a casa. Al instante comprendí que no podía
ser tan sencillo: también me harían preguntas referentes a la novela,
tendría que firmar un contrato de edición, y luego hacerme pasar por
escritor durante el resto de mi vida. ¡Menudo dilema! Sin embargo,
después de largas horas devanándome los sesos, decidí seguir adelante y
continuar con la farsa, ya que poco tenía que perder y sí mucho que
ganar.
Y lo cierto es que no me arrepiento de
lo que hice: cien mil euros son muchos euros, y se trata, además, de una
cifra que da mucho prestigio; tanto que puedo decir, la mar de
satisfecho, que a partir de entonces no me ha ido nada mal como
escritor.
Cuando
leas esta carta ya no estaremos juntos. Pero has de entender que no puedo seguir
con este interminable y cruel sufrimiento. Con mis limitadas fuerzas aun
puedo decidir qué es lo mejor para nuestras vidas.
He
de agradecer todo el tiempo que hemos compartido, los paseos por el jardín,
la forma de acariciar mi pelo, tus besos y tu mirada. No puede haber tanto
amor.
No
guardes luto, ni siquiera emocional. El blanco siempre te ha sentado bien.
Cuida de Juanito y afronta la vida con renovados ánimos. Puede que encuentres
alguien que reconozca como yo tu enorme bondad.”
Mercedes M., enfermera de
la unidad de paliativos del Hospital Central, dobló el papel y lo introdujo en
el bolsillo de su blanca bata, estiró la sábana hasta el cabezal de la cama y
recogió el vaso de agua y el resto de pastillas de la mesita de noche. Se
dirigió entonces al enfermo que seguía sentado en el borde de la cama de al
lado y le dijo:
—Vamos, Juanito. Lávate esa cara que vamos a dar un paseo por
el jardín. Hoy hace un día espléndido.
Tomé el metro en Santa
Eulàlia para dirigirme a Catalunya. En la estación de Espanya cambió
inesperadamente el sentido de la dirección.
Lo más extraño no fue que
en los rostros de los viajeros no se advirtiera ningún signo de extrañeza. Ni
que poco a poco fueran dejando de trastear con sus teléfonos móviles y sus
ropas fueran cogiendo un color más apagado.
Lo que se mi hizo extraño
es que yo no sintiera ese miedo a llegar a la estación de origen y no
estuvieran mis padres para acompañarme a casa.
Nota importante: Para hacerse una idea del trayecto de retroceso entre España y Santa Eulalia recomiendo la audición que se adjunta, el final de la Parte I de La Scala (Keith Jarrett)