sábado, 26 de marzo de 2016

La última planta





LA ÚLTIMA PLANTA

(Josep Sebastián)



     —Ah, Padilla, cuanto tiempo ha pasado —me dijo Barrachina en  su nuevo despacho de director general, en la última planta, la noble, del Banco Central.—Cuarenta años nada menos, amigo.
     Me ofreció un café que acepté. Fue el último que tomamos juntos.
    
     
      Como juntos entramos de botones en la nómina de aquella fábrica de gestionar dinero ajeno, cuando no había ni currículos ni casi siquiera entrevistas. Solo ser espabilado y ganas de trabajar como personas adultas. Teníamos ambos catorce y podíamos seguir los estudios de comercio en el turno nocturno de la academia del barrio.
     Barrachina era el empleado diligente y de marcado servilismo. Dejaba los cafés en las mesas de los empleados  y se despedía con una reverencia exagerada. Trataba de señor hasta al último auxiliar administrativo incorporado y se prestaba a hacer horas extras, naturalmente sin exigir cobrarlas, cuando había cierre de balance y ciertos jefes se quedaban hasta bien tarde. A veces incluso cogía una fregona y limpiaba la acera de excrementos de las palomas que poblaban la baranda de la azotea.
     Su carrera laboral corrió paralela a la mía tan solo cuatro años. Justo cuando le nombraron conserje después que despidieran a Alcántara por un extraño paquete que apareció en el cajón de su mesita, a la entrada del banco. Un paquete lleno de octavillas contra el régimen. El bueno de Alcántara siempre lo negó, pero le costó el puesto y unos años en la trena.
     En su nuevo puesto se ganó la confianza de Arpón, el cajero. Pasaba apuros por un negocio fallido  y Barrachina tenía siempre el hombro y los oídos para consolarle. Arpón no paraba de ir de juzgado en juzgado y denuncia en denuncia, por lo que, alguna vez y fuera de horario, le dejaba las llaves para cuadrar la caja diaria.
     Un día despidieron al cajero por un descubierto en caja de más de diez millones de pesetas, y ahí estaba Barrachina, con el título de oficial contable en el bolsillo, para solicitar el puesto. Altisench, el jefe de personal  que siempre era el primero en recibir la correspondencia y el café cada mañana de manos del servicial conserje, también fue el primero en felicitarle por su nuevo ascenso.
     Lo tuve como jefe en el departamento de Cartera, después que descubrieran unos endosos sospechosos y unas botellas de coñac en el cajón del anterior, Pallarés, del que me despedí con lágrimas en los ojos por lo bien que nos trató en el negociado. Coincidí poco pues a los tres años Barrachina era ya interventor del banco, sustituyendo a Corominas, que no salía de una fuerte depresión después de que su mujer descubriera que mantenía a Joana, una putita muy ambiciosa.
     El cargo de apoderado se lo comunicó el entonces director general, durante una partida de golf. También le ofreció meterse en política pero Barrachina era más listo y lo esquivó entre el hoyo diez y el once, cuando la bola se fue al lago artificial del campo.
     —Vaya, señor Dárcenas, esa bola se ha metido en terreno fangoso.
     A los dos años y diez meses, y después de un escándalo de financiación ilegal en su partido afín, Dárcenas fue apartado de la dirección general del Banco y se fue a un lejano país a disfrutar un retiro dorado.

      
     —Por fin has llegado a la última planta, Barrachina —le dije sorbiendo el café. Es lo que siempre deseaste,  no?
     —Tú lo has dicho, Padilla. No sabes los esfuerzos que me ha costado, y un alto grado, también he de decirlo, de azar en el destino, pero por fin lo he conseguido. El despacho en la planta diez, una mujer, Joana, encantadora, dos hijos con buenas carreras y amigos como tú. Que por cierto —prosiguió como un monólogo—, tampoco te ha ido tan mal en el banco…
     —No me puedo quejar como responsable de Futuros, Barri.
     —Es un puesto muy atractivo yde gran responsabilidad, Padilla. Recuérdame que un día de estos hable  con el jefe de personal y  revise tu sueldo.
     —No te esfuerces, Toño —poco a poco fue aumentando el grado de confianza en el trato. Y una pregunta, no te seduce subir al máximo, a la última planta?
     —Hombre, Padilla…puedo llamarte Pepe, como cuando éramos botones? “Sí, claro, puedes”. Sabes —dijo sonriendo—, que ésta es la última planta del edificio. Pero si te refieres a asumir la presidencia, sabes que no me gusta meterme en política.
     —Entiendo.
     —Te acuerdas de Alcántara, el conserje, hace cuarenta años? Así le fue por sus tímidos escarceos con la izquierda antifranquista. Y sin ir más lejos, a Lorente, el anterior director, no le fue muy bien en su carrera profesional el asunto político.
     —Lorente está en un país con cocoteros y playas transparentes y Alcántara creo que se gana la vida en una empresa municipal de limpieza de las calles. No me refería a la última planta profesional, Barrachina —proseguí—, sino a la de este edificio, a la azotea.
     —Jajaja, que ocurrente eres, Pepito —exclamó el director. Si te he de decir, jamás he subido. Creo que está llena de aparatos de aire acondicionado y palomas.
     —Subamos y veamos cómo ha cambiado la ciudad en estos cuarenta años, Barrachina. La ciudad y nosotros, todo se ha de decir.
     —Me parece bien. Llamo al conserje que me suba las llaves.


Después de cuarenta años, ya no hay botones tan diligentes como Barrachina en las entidades bancarias. Los cafés se sacan de máquinas automáticas y los documentos circulan por correo electrónico. Y la acera de delante de la gran puerta giratoria la limpian vehículos eléctricos, que sacan tanto los excrementos de las palomas como los restos de sangre. Restos que han quedado después de que el juez tomara nota de la caída de un hombre desde la última planta de aquel augusto edificio.

sábado, 19 de marzo de 2016

Sagrada competencia





SAGRADA COMPETENCIA

(Josep Sebastián)


A todos los que se acordaron de un ateo como yo en el día de mi santo, va dedicado este cuentito.


     Con la mirra que había sobrado de los presentes a su hijo tres meses antes, José elaboró con sus manos artesanas un amargo pastel.
     Fue el regalo que ofreció a su padre Jacob el día que le había quitado la exclusividad en el santoral.
      Y María no dejaba de reír.


sábado, 12 de marzo de 2016

Valió la pena





VALIO LA PENA

(Josep Sebastián)



       Todo lo tenía estudiado.
     Los horarios, la curva corta y cerrada y la larga recta, la velocidad acostumbrada, la cantidad de pasajeros, y sobre todo, la pericia y experiencia del veterano conductor.
     Segundos antes de que la locomotora tomara la curva, se estiró sobre las traviesas de la vía. Los reflejos del ferroviario hicieron que frenara a tiempo, pero con la velocidad el tren irremediablemente descarriló.
     Barrachina se levantó, contempló la dantesca imagen de cuerpos destrozados e inertes,  y  pensó que por aquella atrocidad que había provocado  sí que valía la pena quitarse la vida.
     Agarró la pistola y se voló los sesos.