martes, 8 de marzo de 2016

Siempre tuyo





SIEMPRE TUYO

(Josep Sebastián)



     Mi madre murió con las manos cruzadas, como esperando la llegada de no se  sabe qué. Difícilmente cruzadas, también se ha de decir, porque los dedos eran de una abstracta apariencia, asimétricos y moldeados como por un viento frío como la menta de un caramelo de vidrio.
     Mi madre envolvía caramelos en casa, a miles, para una fábrica ubicada dónde la gran ciudad se unía a la montaña. Aquella economía  convenía tanto a patronos como a mujeres que, con la ayuda de las horas de ocio de toda la familia, completaban un salario más digno.
     Cada martes llegaba el encargado con un gran saco de caramelos y unas bolsas de envoltorios de celofán.  Aquel hombre ya era un personaje familiar al que se le invitaba a una copita de anís mientras mi madre  preparaba la remesa de los caramelos ya dispuestos para la venta. Él sacaba del bolsillo de la americana un talonario, se lo acercaba a aquellos ojos pequeños tras el grueso vidrio  de sus gafas de concha y buscaba  la hoja que hacía referencia a los trabajos de mi madre.
     Entonces le hacía firmar. A mi madre no le gustaba ese momento, le avergonzaba el basto trazo de su nombre y apellidos rubricado en aquel papel de color rosa.
     Mi madre me dejó las pocas joyas que tenía y una caja con monedas antiguas. Dentro encontré una medalla, pequeña como los ojos de mi hermano.  Grabado con letra cursiva, “Siempre tuyo. R.”
     Mientras los empleados del cementerio preparaban el nicho pensé si mi madre fue feliz. Envuelta en el ataúd como aquellos fríos caramelos se me antojaba un cuerpo inocente, incapaz de responderme. Ni ella ni mi padre Isidro, que se me fue, como sin darme cuenta,  años atrás.
     Acabado el sepelio distinguí la figura de Ramón a lo lejos, cargado con un saco de recuerdos y un talonario de esperanza mojado por las lágrimas de quién no pudo darle una oportunidad a la vida.


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