U V E
(Josep Sebastián)
(Josep Sebastián)
—¿Está todo bien? —le preguntó con
sorpresa cuando la encontró en el garaje.
La mujer asintió y lo recibió con los
ojos llorosos, aunque toda ella destilaba ese aurea especial que dota de
inviolable seguridad a aquellas mujeres que han tomado una decisión y no están
dispuestas a dar un paso atrás.
—No digas nada —le respondió con un susurro—.
He decidido amarte solo por hoy y en silencio —agregó— , como no queriendo
dejar escapar la magia de un instante etéreo.
En
mutis y aún asombrado, él se percató de la entrega desesperada e inocente, del
deseo oculto y reprimido, sinuoso y extremo de aquella mujer que, hasta hoy,
había decidido callar la voz mientras su cuerpo ardía en desesperado anhelo.
Sí,
sorpresivamente, la mujer siempre taciturna, tímida y controlada se tornó
valiente y atrevida, y como tal le apretujó en su cuerpo y después de asirse y
desasirse como quien siente alivio por haber encontrado lo que buscaba por
milenarias vidas, tropezó en su boca con un beso húmedo y el alma temblando.
En
respuesta, cambio de escenario. El comenzó por besar su largo cuello, subiendo
poco a poco hasta que su lengua dio con esos misteriosos pliegues que lo unen
con el cartílago de la oreja, donde le plantó un suave y cálido beso que la
hizo estremecer de pies a cabeza. Siguió entonces con su nariz y sus labios, la
geografía de su suave mandíbula, gozando de su piel blanda con un andar seguro
y un devenir lento, hasta que de nuevo llegó a su boca y bebió de ella como
para saciar su ardorosa sed. Pronto se encontró en sus finas y femeninas
clavículas coronadas por una gargantilla de plata, y dándose tiempo para
mirarla a los ojos regresó al punto y poco a poco volvió a besarla de nuevo,
cada vez más abajo, desabotonando su blusa lentamente y observando las reacciones
que su cuerpo le iba mostrando: un poco de sudor, la respiración más acelerada,
los senos llenándose de sangre y deseo, los ojos entreabiertos y algún que otro
gemido de descontrolado placer.
Pronto
pudo acariciar sus pechos redondos y pequeños, y percibió esa tierna
temperatura que solo conocen los que han palpado un seno sensible y natural,
con el peso ideal que hace que se escurra entre los dedos. En respuesta, ella,
desnuda de cuerpo y alma, se sienta en el borde del asiento mientras él saborea
la suavidad de esa piel que siempre se encuentra oculta bajo la forma
exponencial de cada busto, y en reflejo gustoso, la mujer arquea la espalda
encarando sus pezones hacia el techo que se blande sobre ellos.
Acto
seguido, segura de lo que pretende y no queriendo ser atrapada, como diciendo
en silencio —vamos, no más juegos—, abre las piernas y las eleva un poco, tan
solo lo que le permiten las puntas de sus pies pequeños, como si en ello
levantara su sensibilidad y se preparara para absorber todo el cielo en un solo
punto, creando con ellas una V de victoria, de irse del mundo y venirse de
vuelta, V de voz y de vos, de virtud de piel, V de vértice perfecto que invita
a entrar en el cuerpo, a fundirse en un instante, embistiendo lenta y
poderosamente el signo del amor humano.
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