lunes, 1 de diciembre de 2014

U V E




U V E
(Josep Sebastián)

        —¿Está todo bien? —le preguntó con sorpresa cuando la encontró en el garaje.
La mujer asintió y lo recibió con los ojos llorosos, aunque toda ella destilaba ese aurea especial que dota de inviolable seguridad a aquellas mujeres que han tomado una decisión y no están dispuestas a dar un paso atrás.
—No digas nada —le respondió con un susurro—. He decidido amarte solo por hoy y en silencio —agregó— , como no queriendo dejar escapar la magia de un instante etéreo.
En mutis y aún asombrado, él se percató de la entrega desesperada e inocente, del deseo oculto y reprimido, sinuoso y extremo de aquella mujer que, hasta hoy, había decidido callar la voz mientras su cuerpo ardía en desesperado anhelo.
Sí, sorpresivamente, la mujer siempre taciturna, tímida y controlada se tornó valiente y atrevida, y como tal le apretujó en su cuerpo y después de asirse y desasirse como quien siente alivio por haber encontrado lo que buscaba por milenarias vidas, tropezó en su boca con un beso húmedo y el alma temblando.
En respuesta, cambio de escenario. El comenzó por besar su largo cuello, subiendo poco a poco hasta que su lengua dio con esos misteriosos pliegues que lo unen con el cartílago de la oreja, donde le plantó un suave y cálido beso que la hizo estremecer de pies a cabeza. Siguió entonces con su nariz y sus labios, la geografía de su suave mandíbula, gozando de su piel blanda con un andar seguro y un devenir lento, hasta que de nuevo llegó a su boca y bebió de ella como para saciar su ardorosa sed. Pronto se encontró en sus finas y femeninas clavículas coronadas por una gargantilla de plata, y dándose tiempo para mirarla a los ojos regresó al punto y poco a poco volvió a besarla de nuevo, cada vez más abajo, desabotonando su blusa lentamente y observando las reacciones que su cuerpo le iba mostrando: un poco de sudor, la respiración más acelerada, los senos llenándose de sangre y deseo, los ojos entreabiertos y algún que otro gemido de descontrolado placer.
Pronto pudo acariciar sus pechos redondos y pequeños, y percibió esa tierna temperatura que solo conocen los que han palpado un seno sensible y natural, con el peso ideal que hace que se escurra entre los dedos. En respuesta, ella, desnuda de cuerpo y alma, se sienta en el borde del asiento mientras él saborea la suavidad de esa piel que siempre se encuentra oculta bajo la forma exponencial de cada busto, y en reflejo gustoso, la mujer arquea la espalda encarando sus pezones hacia el techo que se blande sobre ellos.
Acto seguido, segura de lo que pretende y no queriendo ser atrapada, como diciendo en silencio —vamos, no más juegos—, abre las piernas y las eleva un poco, tan solo lo que le permiten las puntas de sus pies pequeños, como si en ello levantara su sensibilidad y se preparara para absorber todo el cielo en un solo punto, creando con ellas una V de victoria, de irse del mundo y venirse de vuelta, V de voz y de vos, de virtud de piel, V de vértice perfecto que invita a entrar en el cuerpo, a fundirse en un instante, embistiendo lenta y poderosamente el signo del amor humano.

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