lunes, 1 de diciembre de 2014

El cojo

 El cojo contrariado
Juan José Millás (Los objetos nos llaman, 2008)




Harto de dar vueltas al estacionamiento del hiper sin encontrar un solo hueco libre, me metí en una plaza reservada a minusválidos. Pero no había acabado de poner la barra de seguridad, cuando advertí que un vigilante observaba mis movimientos a tres o cuatro metros de distancia. Salí del coche haciéndome el cojo y atravesé aquella despiadada superficie renqueando de la pierna derecha. De vez en cuando volvía la cabeza para ver si el vigilante había cambiado de sospechoso, pero no dejaba de perseguirme con la mirada. Es más, cuando estaba llegando a la puerta del establecimiento, vi que se disponía a venir detrás de mí, por lo que no tuve más remedio que continuar disimulando.Advertí enseguida que había escogido una cojera muy incómoda, pues al rato comenzó a dolerme el muslo una barbaridad. Temiendo que me diera un calambre, en el pasillo de las pastas cambié de pierna, para descansar. Al principio fue un alivio cojear del lado izquierdo, pero cuando llegué a la zona del aceite ya estaba hecho polvo otra vez. Miré alrededor y no vi al vigilante, de modo que me puse a caminar normalmente, siempre atento a la aparición del uniformado, por si tuviera que recuperar la minusvalía de repente.
En la pescadería pensé que quizá un minusválido de verdad estuviera dando vueltas al estacionamiento sin encontrar dónde dejar el coche y me dio un ataque de culpa, de modo que comencé a cojear de nuevo, en esta ocasión como penitencia. Entonces pasé por una sección donde vendían bastones y compré uno muy barato con una cabeza de perro en el puño. Ahora daba gusto cojear. Elegí además una cojera más elegante que la anterior y me sentía tan bien que llegué a preguntarme si no sería un cojo obligado a caminar bien por el entorno, del mismo modo que muchos zurdos escriben con la derecha a causa de la presión ambiental. Lo único complicado era conducir el carrito con una sola mano, pero también a eso, cuando hube recorrido un kilómetro o dos de pasillos, me acostumbré sin dificultad. Al doblar la esquina de las especias vi de espaldas al vigilante que me había estado persiguiendo y esta vez fui yo el que buscó pasar por delante de él para que no le quedaran dudas sobre mi situación.
Al día siguiente me presenté con el bastón en la oficina y anuncié que me había vuelto cojo. Muchos se rieron, pero a los dos o tres días ya estaban acostumbrados. Era tanta la facilidad con la que me desenvolvía que telefoneé a mi madre.
-Mamá, dime una cosa, ¿soy cojo?
Percibí enseguida que titubeaba porque tosió un par de veces. Siempre que duda tose. Luego la oí hablar con mi padre.
-Es el niño -dijo-, creo que se ha dado cuenta de que es cojo.
-Pues dile la verdad de una vez -oí gritar a mi padre-. Tiene casi cuarenta años. Ya va siendo hora de que se haga cargo de sus problemas.
Mi madre regresó al teléfono y dijo que no era un tema para discutir por teléfono y que preferiría que fuera a comer al día siguiente a su casa para hablar tranquilamente del asunto. Pero insistí tanto que al final dijo que sí, que era cojo y se echó a llorar.
-¿Y por qué me lo habéis ocultado todos estos años?
-Para que no sufrieras, hijo.
-Pero si lo que me costaba era andar bien, mamá. Desde que cojeo se me han quitado los dolores de espalda y el insomnio. Y además aparco en el hiper sin problemas.
Mi madre se alegró mucho de todo lo que le decía, pero me pidió que no lo hiciera público.
-En la familia no lo sabe nadie.
-¿Y qué, si se enteran?
-No sé, hijo. Hazlo por mí.
Total, que a la semana siguiente se casaba una prima mía y tuve que hacer como que no era cojo de nuevo. Lo malo es que entre los invitados del novio estaba el vigilante del hiper, que me miró con mala cara.
-Soy cojo -le dije en un momento en el que coincidimos cerca del jamón-, pero mi madre es una mujer obsesionada con las apariencias y en las reuniones familiares me obliga a disimular.
No sirvió de nada. El sábado siguiente, en el hiper, iba a aparcar como siempre en espacio reservado a minusválidos, y apareció él blandiendo la porra. No aparqué, claro, pero de todos modos hice la compra cojeando.

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