lunes, 2 de marzo de 2015

Prohibido






PROHIBIDO FIJAR CARTELES

(Josep Sebastián)


Un día que andaba de visita a casa de mi madre coincidí con la llegada del cartero. No era de aquellos que, uniformados de gris y con gorra de plato, portaban una pesada cartera de cuero en bandolera, no. Ahora van vestidos de calle tirando de unos carritos amarillos como de  la compra y me pregunté por qué si el hombre había descubierto  la rueda hace miles de años la compañía de correos no la había aplicado antes.
El funcionario me entregó una carta a nombre de mi padre. No hacía falta ver el matasellos sellado en la década de los sesenta para comprobar que el retraso se manifestaba en toda la geografía de aquel sobre ya amarillento con arrugas, garabatos y yo diría que hasta un moho apenas perceptible pero que le daba un aire de pieza arqueológica. El remite, con negra letra gótica, indicaba “Dirección General de Seguridad. Policía Nacional”.
        — ¿Y esta carta? —le pregunté con asombro.
        —A veces ocurre —esgrimió el cartero—, que aparecen en algún rincón de la estafeta, o bajo un cajón que solo se abre y se cierra para guardar las llaves de un armario, cartas selladas hace decenas de años. Nuestra obligación es cumplir con el servicio de hacerla llegar al destinatario, aunque posiblemente ya no tenga relevancia lo que se oculta tras el sobre.
        —Muchas gracias —contesté—, y como no estaba certificada le invité a marcharse.
Me dirigí al baño no sin antes dejar la carta en la mesa de una pequeña habitación a la izquierda del pasillo. Raras veces entraba porque me daba apuro solo pensar que allí se veló a mi abuelo después de morir de manera trágica.  Abrí el grifo del lavabo y cubrí con agua fría el sudor que desprendía mi frente. Me miré al espejo  y después de casi cincuenta años pensé angustiado: “me descubrieron entonces”.
     Cuando era niño acompañaba a mi abuelo al barbero, a comprar petróleo para la estufa o hielo para la nevera. Yo casi siempre iba cabizbajo para no tropezar con llamativos programas de cine o anuncios de espectáculos de circo que poblaban muchos de los muros de ladrillo de solares y de casas. Sabía que a la mínima algún policía me podría pillar, y yo tenía un miedo atroz a aquellos hombres de gris que paseaban altivos por las aceras de la ciudad. Por mi abuelo no temía por la sencilla razón de que era ciego.
     El motivo eran unos amenazantes rótulos, a veces en chapa enlozada y en las más simplemente pintados con plantilla en letra de estilo militar, que nos prohibían bajo multa de no recuerdo cuantas pesetas prestar atención a todo cartel de los alrededores. “Prohibido fijar carteles” indicaba. Lo que me parecía curioso es que casi nunca los hubiera…
     Pero aquel día sí. Lo vi al levantar la vista para cruzar un paso de peatones que me llevaba delante del economato. Allí estaba Johnny Weissmuller vestido con traje y corbata en “Tarzán en Nueva York”. Y yo me fijé, aunque solo fue una vez pero voto a dios que me fijé. También en los policías que desde la esquina me observaban.
Resultat d'imatges de carteles de cine de tarzan en     Siempre pensé que tuvieron consideración de un pobre ciego y un niño y no quisieron hacernos pasar un mal momento en medio de la calle, pero estoy seguro que nos siguieron sigilosamente para averiguar dónde vivíamos. El resto era fácil. Enviarían la multa a nombre de mi padre por correo y ya veríamos como saldrían de la situación una humilde familia como la nuestra.
     Todo por mi culpa. Esperé la angustiosa carta durante días y semanas, pero cuando decidí que la suerte me favorecía con algún extravío postal nada inusual en aquella época, no se me ocurrió otra forma de celebrarlo que pedir a mis padres que me llevaran por vez primera al cine. Mi abuelo murió al cabo de un tiempo no sin antes regalarme una pequeña caja de caudales. Aún está en esa misma habitación dónde sigue la carta sin abrir.
     Y ustedes se preguntarán su contenido. Lo mismo que yo, porque al cabo de una semana volví a casa de mi madre, entré en la habitación, abrí la hucha y descubrí veinticinco pesetas. Me dirigí a la mesa y rompí la carta en cien pedazos.           
    No he de preocuparme, pensé. Si vuelven a insistir tengo el dinero preparado. Y si no, para  unas cuantas sesiones de cine.

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