EL PRESTAMO
(Josep Sebastián)
Voy a contarles la terrible historia
de Manuel, un hombre como usted o como yo, o eso me parecía a mí. O, a lo mejor,
era yo quien le parecía a él. Podría contarles esto en forma de viñetas sin
palabras, porque las palabras han desaparecido de mi vida como podrán comprobar
a continuación. Pero como aún dispongo de buenos amigos en el entorno del poder,
les explicaré la historia con detalle,
aunque sea por última vez.
Cuando
Manuel Pérez entró por la puerta del banco dónde yo trabajaba, no pude imaginar
que el destino acariciaba una tragedia. Se dirigió a mí como podría haberlo
hecho con cualquiera de los cuatro empleados que manteníamos la oficina en
buena situación de rentabilidad.
—Buenos días. —Alargué mi brazo
indicando la silla—. ¿En qué puedo servirle, señor…?
—Pérez. Manuel Pérez. Vengo a solicitar
un préstamo digamos que peculiar y —prosiguió— sé que pueden ayudarme.
—Usted dirá, señor Pérez. ¿De qué importe
estamos hablando?—pregunté.
—Si me lo permite, primero le explicaré
mi historia y después decidimos —dijo acomodándose en la silla.
Por
unos instantes dudé si derivar la operación al criterio del director de la
oficina pero pudo más la curiosidad de saber en que consistía la singularidad
de su petición.
—Empiece, señor Pérez —le indiqué.
Y
Manuel Pérez, escritor de novelas cortas
con las que se ganaba de manera amable su austera existencia, me explicó su
proyecto y los problemas que estaba teniendo para llevarlo a cabo.
—Hace aproximadamente un año me puse a
escribir mi gran novela, la que ha de asombrar al lector de principio a fin,
pero estoy teniendo problemas, verá…
Y
prosiguió con su monólogo desesperado.
—Todo empezó hará un mes—continuó—Dejé el
capítulo seis acabado la noche anterior y al releer por la mañana el texto
escrito, me di cuenta que había algún problema de sintaxis. Noté a faltar comas
y acentos, pero lo eché en cara, quizás, al cansancio. Lo corregí y continué con el nuevo capítulo, pero me di
cuenta que no encontraba, primero ideas en general para continuar la trama, y
después palabras para incorporarlas.
Apoyó
los brazos en la mesa y me miró directamente a los ojos, suplicante:
—Me estoy quedando sin palabras, ni
siquiera tengo letras, alguien me las está robando, o quizás las haya
malgastado en estos años, no sé, —continuó—, pero lo cierto es que cada vez me
es más difícil proseguir con la novela porque me faltan, ya no ideas… me faltan
palabras —exclamó.
Miré
a un lado y a otro por si alguien hubiera oído algo de la conversación. Noté
que el director, desde su despacho, me observaba.
—Pero señor Pérez, —le interrumpí—No sé
en qué puede ayudarle un banco para solucionar ese problema, digamos,
gramatical. Nosotros somos intermediarios financieros, nada más.
Ese
“nada más” le irritó. Se me acercó y sonrió de manera mordaz.
—Vamos, caballero, no nos engañemos
—dijo en voz baja—, hay rumores en la ciudad…
Ahora
fui yo quién miró de soslayo al director, que movía la cabeza pausadamente de
un lado a otro en un gesto de carácter negativo.
— ¿Rumores? —pregunté. No entiendo.
—Vamos, no se haga el tonto —prosiguió
Pérez. Es de dominio público que ustedes, aparte de dinero y productos
financieros, gestionan palabras, letras, signos ortográficos… A saber con qué
argucias están haciendo acopio de un enorme depósito gramatical para hacer
usura, y créanme, eso no es lo que me importa, porque puedo pagarles con
cientos de novelas cortas de mi creación y propiedad. Lo que quiero es un
préstamo de al menos un millón…
— ¿De euros? —intenté hacerle volver a
la cordura.
—No, de palabras, de letras, de signos —contestó— Pagaré el interés que me pidan. He
de acabar mi novela, comprenda usted.
Llegado
ese momento decidí que debía actuar de manera amable y llevar a mi singular
cliente al terreno de la confianza.
—Ah, de palabras… Bien, señor Pérez,
vamos a estudiar su petición. Entienda que estos servicios se dan a clientes
preferentes como usted, de los que no dudamos que serán discretos fuera de
estas paredes —le dije para alimentar su esperanza y a la vez evitar sus
comentarios rayanos en la locura.
— ¿Cuándo me dirán algo? —suplicó.
—En breve, señor Pérez. Mucho antes de
lo que usted cree —le calmé con una sonrisa. Su novela es lo primero.
Sentí
una inmensa lástima al verle salir por la puerta.
Pasaron
los meses. A veces me preguntaba si habría ingresado en un sanatorio mental o
viviría en otra ciudad en la que creyera que no se iban a producir aquellos
misteriosos robos o desapariciones.
Y
poco a poco me fui olvidando del pobre Pérez.
Hasta
hoy.
Salí
muy confuso de una librería porque a la hora de pagar, la cajera me advirtió
que en la serie de la tarjeta de crédito faltaba un número. Tuve que hacerlo en
efectivo y me quedé con lo justo para coger el autobús.
Al
cruzar la puerta hacia la calle vi sentado a mi derecha un hombre que
mendigaba. Tenía mal aspecto pero su ropa era impecable, por lo que no daba
excesivos motivos para ganarse la caridad de los transeúntes. Era Pérez, Manuel
Pérez.
Rebusqué
en mis bolsillos y pude conseguir algo de calderilla. En un vaso de plástico
que sujetaba su delicada mano le eché todo lo que llevaba encima. Una F, una I,
una N y un punto. Un punto final.
Regresé
a casa caminando.
Lo peor de quedarse sin palabras es que nos confundan por una farola o una mesita de noche, ambas siempre tan silenciosas.
ResponderEliminarBuen relato.
Si he de ser sincero, prefiero una farola. Siempre queda lugar al abrazo, aunque sea de un borracho...
ResponderEliminarMe alegro que te gustara El préstamo.
Tal vez Manuel no ha rebuscado bajo los adoquines... En la arena de la playa que ocultan se esconden las letras de las palabras que dejamos de pronunciar, esperando que alguien las rescate de la resaca.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Josep.
No estaba Manuel Pérez para rebuscar bajo los adoquines. Le faltaba hasta fuerza para eso.
EliminarEn cualquier caso, un ocurrente sugerencia, amiga !