EL
EMPLEO
(Josep Sebastián)
A Milton
McCuller le dieron el trabajo como gestor de una finca agraria de más de mil
quinientos acres muy cerca de la capital de Ohio. Un sueldo aceptable, vivienda
y la proximidad de la naturaleza le convencieron de que su vida había de ir
hacia esa zona del medio oeste, alejándose de la gran ciudad que hasta hoy era
su amparo.
Milton
McCuller era un economista de cuarenta y pocos años, empleado del National Bank
of Chicago desde hacía veinte, cuando se casó con Linda.
El
último otoño su querida esposa se fugó con el trompetista de una banda amateur
de jazz que daba una gira por la ciudad. Ahora vivían en un pueblo de Kansas
dónde el émulo de Chet Baker se ganaba su otra parte de vida cosechando
extensos campos de cereales del condado.
A raíz
de tal abandono, Milton dedicó parte de sus horas libres en buscar ofertas de
trabajo en lugares lejanos donde la naturaleza y el inicial desarraigo le
hicieran olvidar su pasado. Pensó que trabajar en esa finca era una gran oportunidad.
Maizales y animales de granja formarían parte de ese concepto de la forja de un
nuevo hombre, de cuerpo y de alma.
En
su curriculum, aparte de economista, detalló los cursos que últimamente había
desarrollado en un centro cívico de la ciudad: Floricultura, huertos urbanos,
semilleros, cría animal… Lo dominaba todo a nivel teórico porque el apartamento
dónde vivía no daba para demasiadas alegrías hortícolas. Seguramente el detalle
de mencionar todos esos cursos había aportado un punto de calidad para decantar la elección del puesto
de trabajo hacia él.
El
día acordado Milton McCuller tomó un tren desde Chicago hasta Columbus, donde
le esperaría un coche y un empleado puestos a disposición por la empresa.
Era
un tren convencional con justos departamentos para cuatro personas sentadas, y
que en ningún momento intercambiaron más de dos o tres frases. A Milton McCuller
le tocó por suerte uno de los asientos junto a la ventana, y en poco más de las
seis horas que duró el viaje pudo deleitarse con las imágenes de los márgenes
del lago Michigan o las extensas llanuras de Indiana.
Las
dos últimas horas las pasó durmiendo.
Un
hombre menudo mostrando un cartelito con las iniciales MM le estaba esperando.
El futuro empleado se dirige a él.
—Soy McCuller. Milton McCuller.
—Buenos días, señor. ¿Qué tal el
viaje?
—Oh, muy bien. Estoy algo cansado,
pero fue agradable.
—Mi nombre es Dizzy. Pongamos las
maletas detrás.
En
media hora estaba firmando su contrato como gestor agrícola de Granger &
Sons Company, un próspero negocio de cultivo ecológico de maíz dirigido
básicamente a la alimentación animal, por lo que también disponían de granjas
para gallináceas.
—Sr. McCuller, este será su despacho
—le indica Miles Granger—. En él pasará nueve horas al día con el objetivo de
racionalizar la gestión de costes y producción. Como el asunto comercial no lo
tocará no necesitará vehículo de la empresa para gestiones en el exterior. Esta
misma tarde Dizzy, al que ya conoce, le llevará a Columbus donde le instalará
en el apartamento 347 de un moderno bloque de viviendas. Cada día lo recogerá a las
nueve de la mañana y lo devolverá a las siete de la tarde. Puede comer si lo
desea en la propia oficina.
Milton
McCuller contempla la estancia de la que será su nueva vida laboral. Se respira
una fragancia de ambientador floral y en las paredes cuelgan cuadros de grandes
campos de maizales. Se oye un ligero zumbido proveniente del aparato de aire
acondicionado que el señor Granger consigue atenuar poniendo en marcha el hilo
musical.
—Puede utilizarlo, Sr. McCuller. Ahora
suena Louis Armstrong, le gusta?
La vida del contable. Dinero y cuatro paredes que lo asfixian. Cuando eliges carrera tienes 17 años. Cuando encuentras tu vocación tienes 50.
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