lunes, 26 de enero de 2015

No era tan raro



Os presento un hermoso relato de una joven cántabra con la que compartí premio finalista en un concurso de cuentos cortos infantiles en Santander allá por el 2005. Es una maravilla con un final de lo más poético.

NO ERA TAN RARO


Te voy a estirar las orejas más de siete leguas... – le decía todos los días, justo después de levantarse y haber tomado un copioso desayuno, Ramona a su hijo Fabián. Y al mismo tiempo, en un abrir y cerrar de ojos, colocaba aparatosos artilugios, complicados sistemas de muelles y gomas elásticas, unas amarillas, algunas rojas y verdes, en las orejas del chico.
Este no era un niño como los demás. Sí, era un buen hijo, cariñoso e inmejorable estudiante, juguetón y amante de los animales, más había algo que le diferenciaba de sus hermanos o amigos, del lechero o del cartero del pueblo : tenía los pabellones auditivos diminutos, de apenas cinco centímetros, y completamente pegados al cráneo. No era ésta una cualidad anormal si no se comparaba con el resto de los habitantes de aquella pequeña comarca : todos ellos, absolutamente todos, poseían grandes apéndices de la largura de una barra de pan colgándoles a ambos lados de la cabeza.
Para compensar esta discrepancia de su anatomía, su madre había probado toda clase de remedios caseros, médicos, trucos, y hasta brujería : pastillas de ajo y miel, lentejas doradas, carreras de dos horas alrededor de la mesilla de noche, máquinas estiradoras, alargadores, prótesis encargadas a los mejores especialistas del momento... Pero nada, no había manera, las orejas del pobre Fabián no querían crecer. Seguían chiquitas y extrañas. La última novedad en alargamientos había sido el compendio de hierros y gomas que llevaba días probando, aunque tampoco había dado resultado alguno.
 - Tengo una idea – dijo un ya harto Fabián - , me colgaré del tendal por las orejas durante unos días. Con el peso de mi cuerpo será imposible que no se den de sí y que al cabo de un tiempo no se vean más grandes. Varios días estuvo el chico armado de paciencia en el tendal, entre las sábanas de franela que todas las mañanas, religiosamente, sacaba su madre al sol, rodeado de pájaros que a veces llegaban a picotearle atrevidos el cogote, a expensas del buen tiempo o de la lluvia, saludando a la luna todas las noches y contando estrellas hasta la madrugada, hasta que se le cerraban los ojos de puro cansancio.
Lo peor llegó cuando, acabando el período de prueba, Fabián decidió ver si su idea había dado resultado. Mandó que le desengancharan y le trajeran inmediatamente un espejo. Su objetivo no podía haber sido menos conseguido : sus orejas aparecían ahora incluso más pequeñas, como encogidas por la lluvia, o por el pellizco de las pinzas que le habían estado atenazando.
Aún un poco desolado tomó una determinación: dejaría de intentar que sus orejas se hicieran grandes, dejaría de querer parecerse a los demás. Al fin y al cabo aquellos días a la intemperie le habían servido de mucho, habían hecho de él un tipo realmente especial: había intimado con las lagartijas de rabo largo, conocía de memoria el canto de algunos pájaros, había logrado robarle su blancura luminosa a la luna, y por si fuera poco, había masticado trozos helados de arcoiris. Que, por cierto, sabían deliciosos.

                                                                                               Julia Bustillo

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