LINEA ROJA
(Josep Sebastián)
Habían
discutido y él bebió en la soledad que amparan las frías paredes de los bares
al atardecer. Le invitaron a abandonar el último pasadas la medianoche, cuando
las calles se abren a los borrachos. Ese domingo de Setiembre tomó el último metro
y cayó como un saco de cemento en el asiento de un vagón casi desierto. Movió
poco a poco la cabeza hacia atrás para recostarla contra la inclinación de la
ventana. En la parte superior un diodo rojo indicaba que la siguiente parada
era España. El alcohol embriagó su cerebro y lo envolvió en un profundo sueño.
Antes
de Rocafort alguien le sustrajo el anillo de oro que lucía aún en el anular
derecho después de 30 años de matrimonio. Luego siguieron el reloj y el
cinturón de piel de los pantalones. En Catalunya no tenía ni la americana ni
los zapatos ni los calcetines. En Triunfo le dejaron sin camisa y antes de
Sagrera los pantalones y calzoncillos cayeron en manos ajenas. Aún quedaban
paradas para los últimos depredadores porque entre Sagrera y Sant Andreu su
piel fue arrancada a jirones, sus órganos cayeron por el suelo en Trinitat
Vella y algún hueso, teniendo en cuenta que ahora aceptaban perros en el metro,
fue despachado con prontitud en Santa Coloma. Al llegar a Fondo, un empleado se
preparaba para limpiar el convoy como
cada noche.
Por
la mañana, ella salió bien temprano de casa para acudir al trabajo. En el
trayecto hasta la boca del metro más próxima tropezó con al menos cuatro
indigentes con sus carritos llenos de chatarra buscando en los contenedores.
—Seguramente ayer me pasé con
Adolfo —pensó.
El
sol dibujaba una línea roja en el amanecer de la ciudad.
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