COSAS
DEL KARMA
(Josep Sebastián)
Conocí a Ana en un viaje
por la India. Yo atravesaba un momento en que sentía una inquietud espiritual
que me llevaba a los mundos de Buda, y planifiqué el viaje en solitario para no
distraerme de mi verdadero objetivo: el amor, la devoción y la entrega. Ella
por el contrario, si es que se le puede poner ese adverbio a su costoso
peregrinaje por las ciudades santas de Bradinath y Benarés, era una forma de
gastar su paga extra por su trabajo en una gran compañía multinacional. Viajaba
con la seguridad que goza un occidental entre la penuria de un país que para
ella era un festival de color y de bondad.
Pero congeniamos. Ana iba
acompañada de un hombre por el cual nunca le vi mostrar un gran afecto más que
del formal en unas condiciones vitales que nunca son del todo gratas. Estaban,
aun teniendo en cuenta los buenos hoteles y restaurantes que frecuentaban (yo
no, había contactado con gente humilde que me cedía una habitación a un precio
módico), en un territorio y una cultura situada prácticamente en las antípodas
de nuestra ciudad, Barcelona.
Coincidimos paseando por
una calle de Nueva Delhi y se me hizo tan familiar el “Hemos de volver al
hotel, Juan” que me giré y les dije “Os acompaño, amigos”. La sorpresa y las
risas se convirtieron poco a poco en una conversación con la que nos hicimos
una idea de nuestras biografías. La de Ana y la mía. Juan parecía ajeno y
solamente miraba por la ventana del taxi y se limpiaba de vez en cuando los
pantalones caquis de algodón. También abría y cerraba los múltiples bolsillos
de un chaleco que más parecía de un reportero gráfico que de un viajero. Mi
aparición creo que no le hizo mucha gracia.
Cenamos en el hotel e
intercambiamos nuestros números de teléfono con la intención de quedar en
Barcelona y mirar las fotos del viaje. Ana insistió en que me apuntara con
ellos a una excursión que el día siguiente se había organizado para visitar un
templo budista de renombrada fama. Después de la visita me despedí de ellos.
Fue la última vez que la vi.
Al cabo de dos meses, ya
en Barcelona, me llamó por teléfono. Había montado un álbum con un amplio
reportaje fotográfico del viaje asiático y quería enseñármelo. Me citó a media
tarde en una cafetería céntrica.
Cuando llegué Ana ya
estaba sentada en la terraza exterior. Me extrañó que fumara cuando nunca le
había visto coger un cigarro, y su brillante
y largo pelo rubio se había convertido en un azabache al estilo garçon
parisino. Al lado de la taza de café había un libro, de Saramago creo. Se
alegró mucho de verme y me fue enseñando con todo detalle la secuencia fotográfica
día a día, templo a templo, calle a calle… Le felicité por el trabajo y
reconoció que prácticamente todas las fotos las había hecho su acompañante, del
cual no pregunté nada ni ella me lo volvió a citar en toda la tarde.
Al despedirnos me dejó el
libro para que cuando quisiera se lo devolviera, como una excusa para volver a
compartir una velada agradable como la de esa tarde. Acepté y quedamos en que
ya la llamaría.
Si les dijera que cuando
nos dimos un abrazo llegué a pensar que aquella mujer no era Ana les mentiría.
Sin embargo había algo que me hacía pensar en una transformación que dada mis
últimas inclinaciones místicas pudiera parecer kármica. Con el tiempo se me
borró aquella impresión por el simple motivo que no volvimos a coincidir.
Pero hoy acabé el libro y
la llamé. Quedamos en la misma cafetería a las cinco de la tarde, como la otra
vez. Esta vez fui yo quién llegué temprano. Esperé cinco, diez minutos y no
aparecía. Pedí unas patatas fritas y una cerveza. Al rato una paloma se acercó
y comió de las migajas que habían caído al suelo. Media hora y Ana seguía sin
dar señales de vida.
Le llamé al móvil y no
contestaba. Un perro callejero se acercó a la mesa al aroma de las patatas
estilo mediterráneo, pero al acercarse no le gustó el ligero toque de vinagre.
Aun así siguió por allí hasta que le hice un gesto con el libro para que
marchara. Lo conseguí no sin antes arrebatarme la novela de Eduardo Mendoza con
la que le increpé. Salió huyendo y no lo vi más.
Después de una hora de
espera decidí marchar. Ni Ana recuperó su libro ni yo recuperé a Ana.
Un año después me encontré
con su acompañante de chaleco de reportero por casualidad, detrás de la cola
del supermercado de unos grandes almacenes. Él se quiso hacer el esquivo pero
yo le abordé y me interesé por su vida. Me confesó que se había casado con Ana
y tenían un par de gemelos. Creo que se refirió a ellos como sus cachorros.
Al salir vi cómo se
alejaba y una paloma se cagaba en su gorra.
Cosas del karma, pensé.
Un perro que le gusta Eduardo Mendoza!
ResponderEliminarParece que las circunstancias, incluso los animales, todos están conectados en esta historia, por algo que escapa a los protagonistas, que como bien dice, quizás sea el Karma.
Saludos!
Le gusta, le gusta. Además es que el libro quizás era suyo ! O no...
ResponderEliminarGracias por tus comentarios.
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