Lo cierto es que el gato, con mucha paciencia,
aprendió a ladrar. Ladraba con fuerza, con eficacia de perro adulto.
Tanto ladró que se olvidó de sus maullidos. Entonces, las opiniones se
dividieron entre quienes sostenían que se trataba de un gato falso y
quienes, por el contrario, aseguraban que era un perro apócrifo. Nadie
tenía en cuenta su virtuosismo, el estudiado empeño que exhibía cada vez
que quería soltar un ladrido. Lo peor, sobrevino cuando los demás gatos
lo tildaron de traidor, cobarde, obsecuente, cipayo, etc. El mismo
rechazo obtuvo de los perros, para quienes era un vulgar imitador, un
alcahuete, un arribista, un desarraigado, etc.
Con pesadumbre de artista postergado y vagando sin sentido, el gato
llegó un día hasta mi casa. Poco nos bastó para comprendernos. Y
decidimos vivir juntos, aunque ustedes no lo crean. Le conté mi drama:
nadie quiere saber nada con un perro fino, delicado, que sólo emite
maullidos de gato.
Me ha gustado mucho! Y ese paralelismo con la vida real, donde el que es diferente la sociedad lo rechaza.
ResponderEliminarSaludos!