domingo, 26 de abril de 2015

Raices profundas (Shane)


Cine Club | Raíces profundas (Shane), dirigida por George Stevens, 1953

Póster Raíces profundas (1953), de George Stevens
Con permiso del musical el western es el género norteamericano por excelencia. La primera pica en Flandes la puso Edwin S. Porter con su corto Asalto y robo de un tren (1903). Una pieza pionera de apenas quince minutos que pone de manifiesto el cariz documental de este género, lo que se proyectaba en las pantallas no estaba lejos de lo que ocurría en muchos puntos de la dilatada geografía del Far West. El cine del oeste tuvo en sus comienzos una voluntad de testimonio de una época que todavía no se había extinguido. El tiempo pasó. La realidad cedió paso al imaginario popular. Sin prisa pero sin pausa se fueron fraguando las leyendas de un país forjado a golpe de revólver. Hollywood contribuyó a la fantasía y las “pelis de vaqueros”, con rizomas argumentales y narrativos a veces escuetos, empezaron a florecer emanando un aroma mitológico. Bajo esas coordenadas se encuentran todos esos vaqueros que cabalgan a los pies de un sol crepuscular. En la cimentación mitológica y el tráfico con la verdad se concibieron esos pistoleros de mirada siniestra, los mismos que mascan tabaco y escupen flema americana en el suelo de Arizona. Vetustos y ásperos matarifes de pasado difuso, cazadores de fortuna, buscadores de oro, amantes de los duelos a vida o muerte frente al Grafton’s Saloon.
En esa misma línea ubicamos las panorámicas inabarcables de desiertos eternos. Al fondo el emergente horizonte de Monument Valley. Tópico a tópico. Hito a Hito. Con mucho de todo esto y poco de otras cosas aparecía Shane en pantalla en la, en su momento, infravalorada Raíces profundas (Shane, 1953). Como si de una sucesión de cuadros de Charles M. Russell se tratase George Stevens da comienzo a una de las películas más significativas del género cinematográfico por antonomasia. Gozó de numerosas nominaciones a los premios de la Academia –entre las que se encuentra la de mejor película, director y guion adaptado–, se alzó con el Oscar a la mejor fotografía en color pero no obtuvo el respaldo de la crítica ni el entusiasmo del público. La tacharon de película simplista y previsible. La juzgaron en exceso esquemática. Es posible que no estuviesen equivocados. Cuando se tira de objetividad (si es que se puede) cualquiera se percata de que las costuras del vestido no son nada nuevo. Sin embargo el tiempo ha jugado a su favor y las múltiples relecturas eclipsaron la falta de originalidad de Stevens y compañía. Sin caer en la glorificación estéril, esa que tanto abunda y que no solo contribuye a la sobrevalorización de la obra sino que también hace las veces de panegírico sobre su autor, trataré de profundizar en Raíces profundas sin un ápice de condescendencia.


Raíces profundas (1953), de George Stevens

Shane, un pistolero del que ignoramos casi todo pero del que intuimos muchas cosas, llega a la granja de un matrimonio y su hijo –la familia Starret–. Acepta el empleo que le ofrecen y se queda a vivir con ellos, el objetivo es poner tierra de por medio con su pasado. Son una más de las familias que viven en el valle al que previamente había llegado Ricker, un viejo ganadero que luchó contra los indios para hacerse con el territorio. Ricker está a disgusto con los nuevos colonos porque han vallado sus terrenos, lo que dificulta el paso de su ganado a los pastos. Por esta razón él y su panda de matones extorsionarán a los campesinos para que abandonen sus casas. Shane se ve implicado en ese conflicto pese a sus reticencias iniciales. Como ven, la historia se presta a que Stevens toque todo los palos de la baraja. Raíces profundas fue una producción llevada a cabo en el momento de máximo apogeo del género. Definió las características esenciales, junto a Solo ante el peligro (1952), del llamado “superwestern” o western psicológico. Fueron filmes que se esforzaron por ir más allá de mero esparcimiento y se afanaban en dar credibilidad a los conflictos protagonizados por personajes con más caras que un prisma, tan complejos como la vida misma. Desaparecieron los héroes inquebrantables, aparecieron otros de moral afibológica y el maniqueísmo empezó a estar mal visto. Además muchas de estas cintas adquieren una gran notoriedad por sus características formales, especialmente por su capacidad para valerse del color y los formatos panorámicos para dotar de protagonismo al paisaje, como es el caso de Raíces profundas. Paradójicamente su papel como adalid de los western de corpulencia psicológica, visto con perspectiva, no es su punto fuerte. Incluso hay autores como Quim Casas que opinan que en ese sentido ha aguantado mal el paso del tiempo. De todas formas hay algunos aspectos precursores dignos de elogio. La ausencia de maniqueísmo conductual, por ejemplo. La cosa no es tan sencilla como “buenos” virtuosos y “malos” superlativos, es verdad. Al enigmático Shane se le entrevé un pasado más bien oscuro del que quiere rehacerse y Ricker si bien es retorcido no es menos cierto que se presta al diálogo y al consenso. Igualmente, no podemos obviar que no todos los perfiles están trabajados en la misma profundidad. Por ejemplo, la relación entre Shane y el niño es un mero esbozo cargado de almíbar y el amor platónico de Shane hacia la señora Starret es un asunto muy trillado en las narraciones del oeste.

Raíces profundas (1953), de George Stevens

Si nos centramos en la figura de Shane –inmortalizado por el magnífico Alan Ladd– apreciamos a un protagonista rico en matices, con los estereotipos propios del cowboy desencantado pero con valores desconocidos hasta ese momento para un hombre de su condición. Lo curioso es que sabemos todo esto más por lo que se calla que por lo que se nos cuenta. Un recurso habitual. Su mutismo y su rostro efébico dejan entrever una penitencia que le reinserte en la vida y le aleje de la violencia –por ello desde el primer momento esconde las armas–. Sin embargo en escenas puntuales el espectador conoce su velocidad con el revólver en paranoica respuesta a ruidos fortuitos. Procura resistirse al enfrentamiento, de hecho se deja humillar por uno de los secuaces de Ricker con tal de no sacarle brillo a los nudillos. La conclusión parece clara, el determinismo es inevitable, está destinado a la violencia. No tiene escapatoria. Desde su aparición la escalada de tensión parece no tener freno y en algún punto se espera que explote. La violencia latente en toda la cinta responde a los parámetros del cine clásico, no aporta nada nuevo, incluso se presume harto predecible. Empero por encima de ese clasicismo de etiqueta afloran dos conclusiones interesantes: la primera es que la violencia siempre se vuelve en contra de uno, por mucho que esta sea ejercida con justicia; la segunda idea es que existen las victorias tristes, hay veces en las que se dan situaciones en las que por mucho que se gane siempre se sale perdiendo. Shane es uno de esos héroes que saben que perder es un lujo que padecen como una necesidad. Los personajes como Shane son el precedente de otros referentes –como Alain Delon en El silencio de un hombre (1967) y Ryan Gosling en Drive (2011)– convertidos en iconos de un modelo que, pese a su cansino cultivo, mantiene vigencia y manifiesta que el cine contemporáneo se sigue enriqueciendo y complementando de las obras clásicas que las antecedieron.
Otro punto sobresaliente de Raíces profundas es que ofrece un marco de referencia de los primeros capítulos de la historia de los Estados Unidos, algo muy propio de los western –destaca el momento en el que celebran el 4 de julio, una fiesta que evidencia el proceso de maduración de los Estados Unidos–. Es cierto que historia y mito se confunden. Hay cierta distorsión porque los western se han convertido en uno de los principales medios catalizadores de la mitología primitiva y han servido para asentar las bases de la identidad nacional americana. En ocasiones es complicado discernir entre lo imaginario y lo real. Muchos de los temas abordados por el género han contribuido a ciertos arquetipos folclóricos –como la conquista del oeste-. Entre ellos se encuentra la lucha por la propiedad de la tierra y los inherentes enfrentamientos entre colonos acaecidos en Raíces profundas. Del hecho real se hacen lecturas coyunturales con las que explicarían la aparición del sentimiento comunitario o se justificaría la violencia axiomática a través del enfrentamiento con los indios –Ricker expulsó a los indios con violencia y quiere desterrar a los campesinos de la misma manera–. En este sentido Stevens sigue la estela y contribuye al legado de la genuinidad americana. Esa misma que se percibe los planos en los que con la pericia de un buen director equilibra la escenografía codificada del western con y la espontaneidad forzosa que resulta de los propios lugares naturales y sus exigencias. No son casualidad los iniciales planos generales como tampoco lo es el plano final de la partida de Shane, cruzando las montañas rocosas, una barrera que supone un punto y final. El hombre y el medio se complementan. Técnicamente la cinta responde a los cánones del western, con abundancia de panorámicas, con algún que otro largo plano horizontal sobre la llanura, y en este caso particular con una fotografía sobresaliente en la que se juega con los claroscuros de forma singular. El tacto del director americano en el cuidado por los detalles se aprecia en una escenografía meticulosa que busca conferir verismo al conjunto y nos deja pinceladas como el barro hasta las rodillas de los actores, el ciervo bebiendo del estanque o el desgaste de los edificios.

Raíces profundas (1953), de George Stevens

Como ven, los méritos de Raíces profundas para formar parte del panteón de clásicos del western no son pocos. Su ensalzamiento o infravaloración a lo largo de la historia del cine ha respondido a los tradicionales vaivenes de la crítica, capricho inevitable del revisionismo y las relecturas. Sus carencias y lastres parecen claros. Sus virtudes se dividen entre las evidentes y las que se manifiestan rascando en la superficie. Su influencia es significativa, alcanzando al oscarizado Clint Eastwood, como prueba su remake no reconocido El jinete pálido (1985). Siempre presente en las listas de mejores western de todos los tiempos, a veces a la misma altura que Hasta que llegó su hora (1968), La diligencia (1939), Solo ante el peligro (1952), El hombre que mató a Liberty Valance (1962) o Centauros del desierto (1956), en otras inmediatamente por debajo, pero siempre acechando la condición de obra mayúscula. Sin duda, junto a Gigante (1956) y Un lugar en el sol (1951), la mejor película de Stevens. Un éxito atemporal. Un clásico para el recuerdo.

Andrés Tallón Castro
redacción Madrid


Estados Unidos, 1953, Raíces profundas. Título original: Shane. Director: George Stevens. Guion: A.B. Guthrie Jr. (Historia: Jack Schaefer). Productora: Paramount Pictures. Fotografía: Loyal Griggs. Música: Victor Young. Intérpretes: Alan Ladd, Jean Arthur, Van Heflin, Brandon De Wilde, Jack Palance, Ben Johnson, Edgar Buchanan, Elisha Cook Jr., John Dierkes, Emile Meyer.


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