Cine Club | Raíces profundas (Shane), dirigida por George Stevens, 1953
Con permiso del musical el western es el género norteamericano por
excelencia. La primera pica en Flandes la puso Edwin S. Porter con su
corto Asalto y robo de un tren (1903). Una pieza pionera de
apenas quince minutos que pone de manifiesto el cariz documental de este
género, lo que se proyectaba en las pantallas no estaba lejos de lo que
ocurría en muchos puntos de la dilatada geografía del Far West. El cine
del oeste tuvo en sus comienzos una voluntad de testimonio de una
época que todavía no se había extinguido. El tiempo pasó. La realidad
cedió paso al imaginario popular. Sin prisa pero sin pausa se fueron
fraguando las leyendas de un país forjado a golpe de revólver. Hollywood
contribuyó a la fantasía y las “pelis de vaqueros”, con rizomas
argumentales y narrativos a veces escuetos, empezaron a florecer
emanando un aroma mitológico. Bajo esas coordenadas se encuentran todos
esos vaqueros que cabalgan a los pies de un sol crepuscular. En la
cimentación mitológica y el tráfico con la verdad se concibieron esos
pistoleros de mirada siniestra, los mismos que mascan tabaco y escupen
flema americana en el suelo de Arizona. Vetustos y ásperos matarifes de
pasado difuso, cazadores de fortuna, buscadores de oro, amantes de los
duelos a vida o muerte frente al Grafton’s Saloon.
En esa misma línea ubicamos las panorámicas inabarcables de desiertos
eternos. Al fondo el emergente horizonte de Monument Valley. Tópico a
tópico. Hito a Hito. Con mucho de todo esto y poco de otras cosas
aparecía Shane en pantalla en la, en su momento, infravalorada Raíces profundas (Shane, 1953).
Como si de una sucesión de cuadros de Charles M. Russell se tratase
George Stevens da comienzo a una de las películas más significativas del
género cinematográfico por antonomasia. Gozó de numerosas nominaciones a
los premios de la Academia –entre las que se encuentra la de mejor
película, director y guion adaptado–, se alzó con el Oscar a la mejor
fotografía en color pero no obtuvo el respaldo de la crítica ni el
entusiasmo del público. La tacharon de película simplista y previsible.
La juzgaron en exceso esquemática. Es posible que no estuviesen
equivocados. Cuando se tira de objetividad (si es que se puede)
cualquiera se percata de que las costuras del vestido no son nada nuevo.
Sin embargo el tiempo ha jugado a su favor y las múltiples relecturas
eclipsaron la falta de originalidad de Stevens y compañía. Sin caer en
la glorificación estéril, esa que tanto abunda y que no solo contribuye a
la sobrevalorización de la obra sino que también hace las veces de
panegírico sobre su autor, trataré de profundizar en Raíces profundas
sin un ápice de condescendencia.
Shane, un pistolero del que ignoramos casi todo pero del que intuimos
muchas cosas, llega a la granja de un matrimonio y su hijo –la familia
Starret–. Acepta el empleo que le ofrecen y se queda a vivir con ellos,
el objetivo es poner tierra de por medio con su pasado. Son una más de
las familias que viven en el valle al que previamente había llegado
Ricker, un viejo ganadero que luchó contra los indios para hacerse con
el territorio. Ricker está a disgusto con los nuevos colonos porque han
vallado sus terrenos, lo que dificulta el paso de su ganado a los
pastos. Por esta razón él y su panda de matones extorsionarán a los
campesinos para que abandonen sus casas. Shane se ve implicado en ese
conflicto pese a sus reticencias iniciales. Como ven, la historia se
presta a que Stevens toque todo los palos de la baraja. Raíces profundas
fue una producción llevada a cabo en el momento de máximo apogeo del
género. Definió las características esenciales, junto a Solo ante el peligro (1952),
del llamado “superwestern” o western psicológico. Fueron filmes que se
esforzaron por ir más allá de mero esparcimiento y se afanaban en dar
credibilidad a los conflictos protagonizados por personajes con más
caras que un prisma, tan complejos como la vida misma. Desaparecieron
los héroes inquebrantables, aparecieron otros de moral afibológica y el
maniqueísmo empezó a estar mal visto. Además muchas de estas cintas
adquieren una gran notoriedad por sus características formales,
especialmente por su capacidad para valerse del color y los formatos
panorámicos para dotar de protagonismo al paisaje, como es el caso de Raíces profundas.
Paradójicamente su papel como adalid de los western de corpulencia
psicológica, visto con perspectiva, no es su punto fuerte. Incluso hay
autores como Quim Casas que opinan que en ese sentido ha aguantado mal
el paso del tiempo. De todas formas hay algunos aspectos precursores
dignos de elogio. La ausencia de maniqueísmo conductual, por ejemplo. La
cosa no es tan sencilla como “buenos” virtuosos y “malos” superlativos,
es verdad. Al enigmático Shane se le entrevé un pasado más bien oscuro
del que quiere rehacerse y Ricker si bien es retorcido no es menos
cierto que se presta al diálogo y al consenso. Igualmente, no podemos
obviar que no todos los perfiles están trabajados en la misma
profundidad. Por ejemplo, la relación entre Shane y el niño es un mero
esbozo cargado de almíbar y el amor platónico de Shane hacia la señora
Starret es un asunto muy trillado en las narraciones del oeste.
Si nos centramos en la figura de Shane –inmortalizado por el magnífico
Alan Ladd– apreciamos a un protagonista rico en matices, con los
estereotipos propios del cowboy desencantado pero con valores
desconocidos hasta ese momento para un hombre de su condición. Lo
curioso es que sabemos todo esto más por lo que se calla que por lo que
se nos cuenta. Un recurso habitual. Su mutismo y su rostro efébico dejan
entrever una penitencia que le reinserte en la vida y le aleje de la
violencia –por ello desde el primer momento esconde las armas–. Sin
embargo en escenas puntuales el espectador conoce su velocidad con el
revólver en paranoica respuesta a ruidos fortuitos. Procura resistirse
al enfrentamiento, de hecho se deja humillar por uno de los secuaces de
Ricker con tal de no sacarle brillo a los nudillos. La conclusión parece
clara, el determinismo es inevitable, está destinado a la violencia. No
tiene escapatoria. Desde su aparición la escalada de tensión parece no
tener freno y en algún punto se espera que explote. La violencia latente
en toda la cinta responde a los parámetros del cine clásico, no aporta
nada nuevo, incluso se presume harto predecible. Empero por encima de
ese clasicismo de etiqueta afloran dos conclusiones interesantes: la
primera es que la violencia siempre se vuelve en contra de uno, por
mucho que esta sea ejercida con justicia; la segunda idea es que existen
las victorias tristes, hay veces en las que se dan situaciones en las
que por mucho que se gane siempre se sale perdiendo. Shane es uno de
esos héroes que saben que perder es un lujo que padecen como una
necesidad. Los personajes como Shane son el precedente de otros
referentes –como Alain Delon en El silencio de un hombre (1967) y Ryan Gosling en Drive (2011)–
convertidos en iconos de un modelo que, pese a su cansino cultivo,
mantiene vigencia y manifiesta que el cine contemporáneo se sigue
enriqueciendo y complementando de las obras clásicas que las
antecedieron.
Otro punto sobresaliente de Raíces profundas es que ofrece un
marco de referencia de los primeros capítulos de la historia de los
Estados Unidos, algo muy propio de los western –destaca el momento en el
que celebran el 4 de julio, una fiesta que evidencia el proceso de
maduración de los Estados Unidos–. Es cierto que historia y mito se
confunden. Hay cierta distorsión porque los western se han convertido en
uno de los principales medios catalizadores de la mitología primitiva y
han servido para asentar las bases de la identidad nacional americana.
En ocasiones es complicado discernir entre lo imaginario y lo real.
Muchos de los temas abordados por el género han contribuido a ciertos
arquetipos folclóricos –como la conquista del oeste-. Entre ellos se
encuentra la lucha por la propiedad de la tierra y los inherentes
enfrentamientos entre colonos acaecidos en Raíces profundas. Del
hecho real se hacen lecturas coyunturales con las que explicarían la
aparición del sentimiento comunitario o se justificaría la violencia
axiomática a través del enfrentamiento con los indios –Ricker expulsó a
los indios con violencia y quiere desterrar a los campesinos de la misma
manera–. En este sentido Stevens sigue la estela y contribuye al legado
de la genuinidad americana. Esa misma que se percibe los planos en los
que con la pericia de un buen director equilibra la escenografía
codificada del western con y la espontaneidad forzosa que resulta de los
propios lugares naturales y sus exigencias. No son casualidad los
iniciales planos generales como tampoco lo es el plano final de la
partida de Shane, cruzando las montañas rocosas, una barrera que supone
un punto y final. El hombre y el medio se complementan. Técnicamente la
cinta responde a los cánones del western, con abundancia de panorámicas,
con algún que otro largo plano horizontal sobre la llanura, y en este
caso particular con una fotografía sobresaliente en la que se juega con
los claroscuros de forma singular. El tacto del director americano en el
cuidado por los detalles se aprecia en una escenografía meticulosa que
busca conferir verismo al conjunto y nos deja pinceladas como el barro
hasta las rodillas de los actores, el ciervo bebiendo del estanque o el
desgaste de los edificios.
Como ven, los méritos de Raíces profundas para formar parte del
panteón de clásicos del western no son pocos. Su ensalzamiento o
infravaloración a lo largo de la historia del cine ha respondido a los
tradicionales vaivenes de la crítica, capricho inevitable del
revisionismo y las relecturas. Sus carencias y lastres parecen claros.
Sus virtudes se dividen entre las evidentes y las que se manifiestan
rascando en la superficie. Su influencia es significativa, alcanzando al
oscarizado Clint Eastwood, como prueba su remake no reconocido El jinete pálido (1985).
Siempre presente en las listas de mejores western de todos los tiempos,
a veces a la misma altura que Hasta que llegó su hora (1968), La diligencia (1939), Solo ante el peligro (1952), El hombre que mató a Liberty Valance (1962) o Centauros del desierto (1956), en otras inmediatamente por debajo, pero siempre acechando la condición de obra mayúscula. Sin duda, junto a Gigante (1956) y Un lugar en el sol (1951), la mejor película de Stevens. Un éxito atemporal. Un clásico para el recuerdo.
Andrés Tallón Castro
redacción Madrid
Estados Unidos, 1953, Raíces
profundas. Título original: Shane. Director: George Stevens. Guion: A.B.
Guthrie Jr. (Historia: Jack Schaefer). Productora: Paramount Pictures.
Fotografía: Loyal Griggs. Música: Victor Young. Intérpretes: Alan Ladd,
Jean Arthur, Van Heflin, Brandon De Wilde, Jack Palance, Ben Johnson,
Edgar Buchanan, Elisha Cook Jr., John Dierkes, Emile Meyer.
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