lunes, 28 de septiembre de 2015

La zona muerta





LA ZONA MUERTA

(Josep Sebastián)
     
  
     Un buen día desperté medio muerto. No de cansancio ni por la súbita aparición de alguna grave enfermedad, sino porque mi conciencia percibió, en el lado derecho de mi cuerpo (menos mal que no fue en el izquierdo coronario), una paralización fúnebre de mi piel, de  mis huesos, de mis órganos y al fin y al cabo de mi mente.  Lo primero que hice, por corporativismo emocional, fue explicárselo a mi mujer.
     —Carmen  —le dije tocando su hombro, dormido como su cerebro—, no voy a ir a trabajar. Estoy medio muerto.
     Tuve que repetírselo, pues su despertar carece de reflejos y tarda unos instantes en reaccionar al pasar del mundo de los sueños al real. Si por real se entiende lo que le volví a decir.
     —Que estoy medio muerto. No puedo ir a la oficina  en estas condiciones.
     —Trabajas demasiado, Carlos —me contestó casi sin mirarme—. Y ayer te pasaste con tu insistencia en limpiar el jardín de malas hierbas.
     Y siguió durmiendo.
     Fui al baño, oriné (poco, es cierto) y me duché. Entonces volví a darme cuenta de mi diestra mortalidad. El agua se deslizaba de manera habitual por mi lado izquierdo pero en la zona muerta creaba gotas extrañas que se adherían a mi piel dando la sensación que mi cuerpo, en ese espacio, no atendía a la forma natural de la gravedad.
     Me sequé con ambas manos aunque la derecha, si bien ayudaba, lo hacía casi sin darse cuenta, sin ningún signo vital que diera a entender que seguía unida a la simetría de la otra. Anduve por el pasillo sin cojear, pero notando un cierto esfuerzo en la pierna izquierda por no parecer un individuo discapacitado. En la cocina me preparé unas tostadas.
     Entonces apareció Carmen. Notaba la mermelada circular por la parte viva de mi intestino cuando se sentó a mi lado, me miró y preguntó cómo me encontraba. Le expliqué tal cual me sentía.
     Ya más despierta, entendió la gravedad de mi estado. Y lo resolvió sarcásticamente.
     —Lo primero que has de hacer, querido —sonrió—, es pasarte por la compañía de seguros y reclamar la mitad de tu seguro de vida.
     No recuerdo nada más de ese día, el primero de mi nueva vida y muerte.
     Empecé a hacer trámites médicos. El doctor de familia, con el que mantenía una vieja amistad, me relevó al psiquiatra, y éste, para darme a entender una falsa complicidad, al radiólogo. Unas placas de su lado derecho aclararán su situación y podremos iniciar algún tratamiento, me dijo.
     No encontraron nada raro, y yo lo atribuí a que mi parte en proceso de descomposición invisible, creaba interferencias en los aparatos y anulaba los rayos X como el antídoto que anula los efectos de un veneno.  Las pastillas que me recetó el psiquiatra acabaron en el sumidero del lavabo puesto que era evidente que el lado derecho de mi cuerpo las rechazaría por una cuestión básicamente de sentido común.
     Carmen me pidió el divorcio a los pocos meses y se fue a vivir con un individuo que, al contrario que yo, era de una intensa vitalidad. Al año siguiente murió de un infarto tras copular con mi exmujer cuatro veces seguidas. Yo, en asuntos sexuales, solo me comportaba dignamente con prostitutas que manifestaran una cierta discapacidad física. Las enanas, como mitad de una normalidad, eran mis preferidas, y conseguía un cierto grado de erección que hacía merecer la pena el acto venéreo.
     Quedaba poco con mis amigos. Alguna tarde después de sus trabajos (a mí me habían dado la, más que larga enfermedad, corta mortalidad), quedábamos en una terraza de una cafetería del barrio. Hablábamos más del pasado que del futuro y a mí, aquellas reuniones me parecían un velatorio en el que yo estaba como de medio cuerpo presente. Uno de ellos, que había sido cura de barrio en los últimos años del franquismo, me animó a que un día de estos celebrara un funeral por mi parte difunta. Todos rieron menos yo, que tomé en serio la idea.
     Mientras, el proceso de descomposición iba lento. Aplicaba en la parte derecha de mi piel, un ungüento que me proporcionó el señor de la droguería de la esquina, egiptólogo aficionado, y que confesó haber sacado la fórmula de unos manuales de momificación, en una enciclopedia por fascículos que coleccionó hacía años. Los misterios del Antiguo Egipto, creo se llamaba.
     El funcionamiento de mis órganos muertos era un misterio al que nadie sabía dar una explicación.  Yo supuse que la sabia naturaleza, ya que me había quitado parte de lo dado, me resarcía con algún conducto secreto entre mis meridianos  que daban, como las baterías de emergencia para móviles, un mínimo de funcionalidad.  Sería el caso de órganos digamos que vitales, como el hígado, porque otros más secundarios se comportaban de manera extraña. El ojo derecho por ejemplo.
    Conjuntamente, mi ojo muerto anulaba la visión que todos tenemos de la perspectiva, como si estuviera totalmente inactivo. Pero descubrí que si cerraba mi ojo izquierdo, el vivo,  con el diestro podía ver imágenes más cercanas a la esencia de las cosas.
     Lo más extraordinario fue cuando vi, en uno de mis paseos, la zona muerta de determinados ciudadanos. Algunos la tenían en la izquierda y otros en el hemisferio superior o inferior.
     Con la extraña sensación de ir guiñando el ojo de forma constante, me fui dando cuenta de que cada vez había más personas en situación similar, lo cual me daba un cierto alivio. Me hubiera gustado comunicarme con ellos y hablar de nuestros problemas y perspectivas de futuro, pero el lado derecho de mi cerebro actuaba (de manera muerta e inconsciente) como una barrera que ponía celo a la complicidad que conllevaba nuestra anodina existencia.
   Pero un día que, como había sido de manera insistente a lo largo de mi proceso, fui a la agencia de seguros dónde tenía contratada mi prima de vida, me ocurrió un hecho trascendental. Me recibió esa vez el director, que de forma amable me hizo pasar a su despacho. Cerró la puerta y después de guiñar su ojo izquierdo, me puso al corriente de la situación.
     —Señor Barrachina —empezó—, después de estudiar minuciosamente su solicitud de rescate de la mitad del seguro de vida que, de acuerdo a sus revelaciones, nos reclama, yo, de manera personal, he tomado una resolución.
     Incliné mi lado izquierdo hacia delante mientras su opuesto parecía ser ajeno a los hechos que estaban a punto de suceder. Le miré sin perspectiva y prosiguió.
     —He decidido que, aún sin carecer de informes médicos forenses o de servicios funerarios, que avalen su delicada situación —continuó volviendo a guiñar un ojo para validar sus sospechas—, la compañía le hará el ingreso de la mitad del seguro de vida que tenía contratado con nosotros.  La otra mitad quizás ya no esté yo aquí para ver cómo se liquida.
     —Estamos hablando de ciento cincuenta mil euros —le dije.
     —Efectivamente. Mañana los tendrá ingresados en su cuenta corriente. Y, por razones obvias que usted debe entender —concluyó mirándome sin perspectiva a mi ojo derecho—, esta conversación  no debe salir de este despacho.
     —Entiendo —contesté—. Muchas gracias por su atención.
     El dinero de la prima y la media paga que cobro por viudedad (a mi mujer un médico especialista la ha declarado también medio muerta) me permite vivir en una pequeña aldea dónde desarrollo con dignidad mi pasión por la escritura. Y hoy, después de publicar mi segunda novela, me he sentido como medio vivo.

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