martes, 5 de enero de 2016

Carretera secundaria




CARRETERA SECUNDARIA

(Josep Sebastián)



     Ya era anciano cuando salió del garaje con su Mustang rojo y enfiló la carretera que le había de llegar a Metasía, sin importarle saber que su permiso de circulación no le había sido renovado desde hacía al menos un lustro. Más de cien millas de una recta casi perfecta amparada por miles de postes eléctricos le acompañarían en su camino, y sabía que iba a tener que realizar unas cuantas paradas.
     La primera, en la gasolinera de Milton Mcgroover.  Mientras llenaban el depósito entró en el pequeño bar y allí, sentado en la barra con la tercera cerveza en línea recta con sus ojos, encontró a su padre. Ni se saludaron, el anciano pagó las bebidas y marchó.
     La segunda, al salir de un pequeño recodo vio un río de papel de plata bajo la vaguada. Paró el coche y se fue  a andar por encima del mosaico iridiscente, llenándole de un refrescante alivio en sus pies.  A diez metros encontró a su maestro de escuela pescando truchas de plástico. Le saludó con una mano y subió de nuevo al coche mientras veía como se ahogaba su compañero de clase Bob Carlton.
     La tercera, ya hambriento, en un restaurante al lado de una arboleda de manzanos cargados de pecados inconfesables. Pidió carne con patatas mientras hojeaba la prensa local. En primera plana se encontró con una foto del pastor Lincoln May que volvía de las misiones. El obeso propietario de la cantina se sentó a su lado y compartieron bourbon casero.
     La cuarta, para dejar pasar por el camino contiguo a un tractor azul como el mar desconocido. Le adelantó sin prisa y el muchacho que lo conducía le miró con asombro. El anciano lo alcanzó a la carrera y montó de un salto al remolque invadido de una efímera alegría. Allí, en un rincón, dormitando junto lo sacos de cebada, encontró a su hermano Robert.
     La quinta fue en el burdel de Kelly Rose. Escogió la pelirroja Rosemary y mientras subían a la habitación 307 oyó un griterío y risas de cabaret. En el pasillo encontró a su madre abrazada al estúpido de Gregory Hilton, del colmado de ultramarinos.
     Cuando entró en el largo túnel que cruzaba las montañas de escayola y saco de arpillera, y que en seis minutos le llevaría a la ciudad, allí, entre  una olor húmeda y  los ecos de un relinchar de caballos salvajes, allí, en el declinar del tiempo y el devenir de la muerte, se encontró a sí mismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario