domingo, 31 de enero de 2016

C.A.P.




C.A.P.

(Josep Sebastián)



     Desde que se jubiló, Barrachina empezó a frecuentar el Centro de Asistencia Primaria del barrio. Ya lo conocía, por lo que no le fue difícil acostumbrarse a los horarios, las salas, los servicios, el personal, los enfermos.  Todos los días, a las ocho en punto, era el primero en ocupar unas veces consultas externas, otras extracciones, salas de espera de especialistas o urgencias.
     Barrachina era un referente, un valor seguro en sabiduría sanitaria y logística. Organizaba las colas de recogida de análisis, ayudaba a manejar las sillas de ruedas  o despertaba al anciano de turno que se había dormido y no oía su nombre por megafonía.
     —Tengo el 47, Barrachina. ¿Cuánto habré de esperar?
     —Ese ATS es nuevo. ¿Sabe si pincha bien, o me voy con la chica de gafas?
     —El doctor Balaguer me ha recetado Ricithol para la gota. ¿Usted qué opina, Barrachina?
     Ya se pueden imaginar que aquel CAP era impensable sin la figura de Barrachina. En alguna ocasión, por enfermedad o si estaba unos días en el pueblo con su esposa, enviaba un sustituto, alguien de confianza del bar donde jugaba cada día la partida.
     Pero no era lo mismo. Él tenía temple, psicología, tablas, experiencia, paciencia, sentido del deber, altruismo. Cuando volvía los enfermos se lo agradecían, y en navidades no le faltaba una barra de turrón o botella de champán entregada bajo mano.
     Un día, en una reunión rutinaria de médicos, personal sanitario, administrativo y de servicios, saltó la polémica. Un ATS se quejó de que los pacientes le esquivaban a la hora de extraer sangre, un radiólogo explicó que recién salida la placa pasó de manos del paciente a las de Barrachina para dar una primera opinión, incluso una secretaria mostró una carta de un laboratorio quejándose por las pocas ventas de Ricithol…
     La alarma se había disparado. Decidieron hablar con el inspector médico de zona para que tomara medidas en el asunto. Nadie quería enfrentarse con Barrachina. Un día que un médico le recriminó su intromisión en asuntos que no le incumbían por su nula preparación para ello, hubo un plante de pacientes delante del centro, con pancartas en solidaridad con el servicial jubilado.
     El inspector barajó varias posibilidades antes de tomar una decisión. Podría acusarle de llevarse papel higiénico o aspirinas o también de intromisión en asuntos de salud considerados delicados. Pero sabía que personal de limpieza o sanitarios sin la debida titulación hacían lo mismo. También pensó en dar la vuelta al problema y contratarlo pasando un cursillo para que su asesoramiento fuera más institucional.
     No era tarea fácil. Además, empezaban a producirse bajas por depresión de médicos y ATS, que veían tocado su ego e incuso su dinero en forma de generosas comisiones de los laboratorios de Ricithol. Algún conserje hasta había llegado a las manos con Barrachina por celos, y administrativos que veían peligrar su burocrático y relajado puesto de trabajo se volvieron más díscolos.
     El inspector marcó el número de teléfono del mejor asesor que podía resolver la situación.
     —Hola, soy Meléndez, el inspector médico  de zona. ¿Puede pasarse hoy por mi despacho a eso de las cinco?
     —Por supuesto —se oyó al otro lado del teléfono—. Será un placer conocerle.
     A la hora señalada, y tras los saludos pertinentes, un atribulado Meléndez fue directamente al grano.
     —Mire usted. Tenemos una persona que nos está causando graves trastornos en el CAP.
     Tras media hora exponiendo toda la problemática, le preguntó de manera suplicante.
     — ¿Que me aconseja usted, Barrachina?


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