SIEMPRE
TUYO
(Josep Sebastián)
Mi madre murió con las manos cruzadas,
como esperando la llegada de no se sabe
qué. Difícilmente cruzadas, también se ha de decir, porque los dedos eran de
una abstracta apariencia, asimétricos y moldeados como por un viento frío como
la menta de un caramelo de vidrio.
Mi madre envolvía caramelos en casa, a
miles, para una fábrica ubicada dónde la gran ciudad se unía a la montaña.
Aquella economía convenía tanto a
patronos como a mujeres que, con la ayuda de las horas de ocio de toda la
familia, completaban un salario más digno.
Cada martes llegaba el encargado con un
gran saco de caramelos y unas bolsas de envoltorios de celofán. Aquel hombre ya era un personaje familiar al
que se le invitaba a una copita de anís mientras mi madre preparaba la remesa de los caramelos ya
dispuestos para la venta. Él sacaba del bolsillo de la americana un talonario,
se lo acercaba a aquellos ojos pequeños tras el grueso vidrio de sus gafas de concha y buscaba la hoja que hacía referencia a los trabajos
de mi madre.
Entonces le hacía firmar. A mi madre no le
gustaba ese momento, le avergonzaba el basto trazo de su nombre y apellidos
rubricado en aquel papel de color rosa.
Mi madre me dejó las pocas joyas que tenía
y una caja con monedas antiguas. Dentro encontré una medalla, pequeña como los
ojos de mi hermano. Grabado con letra
cursiva, “Siempre tuyo. R.”
Mientras los empleados del cementerio
preparaban el nicho pensé si mi madre fue feliz. Envuelta en el ataúd como
aquellos fríos caramelos se me antojaba un cuerpo inocente, incapaz de
responderme. Ni ella ni mi padre Isidro, que se me fue, como sin darme cuenta, años atrás.
Acabado el sepelio distinguí la figura de
Ramón a lo lejos, cargado con un saco de recuerdos y un talonario de esperanza
mojado por las lágrimas de quién no pudo darle una oportunidad a la vida.
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