Picando una cebolla la otra tarde me rebané un
dedo, prácticamente me corté la yema. Entonces lo que hice fue pegarla
otra vez. La dejé ahí creyendo que se adheriría de nuevo a la carne y
sus fibras recobrarían la entereza de antes, fundiéndose y
confundiéndose con sus fibras hermanas, brevemente ausentes. Pero no fue
así. El trozo de piel quedó mal, pegado como por encima, endeble de uno
a otro borde. Entonces pensé que eso pasaba un poco como cuando una
mujer que amamos nos deja un buen día y, al siguiente, intentamos
recuperarla, algo así de su carne ya no termina de adherirse bien a la
nuestra, ni sus ojos nos miran como antes en el desayuno, ni sus manos
nos acarician la espalda de la misma manera tierna al regresar del
trabajo, y su alma como su amor queda colgando de un hilo, en las
orillas del viento, a la deriva, y entrada la noche uno, quebrado en dos
pedazos, termina andando por las calles peor que un fantasma.
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