LA ZONA MUERTA
(Josep Sebastián)
Un buen día desperté medio muerto. No de
cansancio ni por la súbita aparición de alguna grave enfermedad, sino porque mi
conciencia percibió, en el lado derecho de mi cuerpo (menos mal que no fue en
el izquierdo coronario), una paralización fúnebre de mi piel, de mis huesos, de mis órganos y al fin y al cabo
de mi mente. Lo primero que hice, por
corporativismo emocional, fue explicárselo a mi mujer.
—Carmen
—le dije tocando su hombro, dormido como su cerebro—, no voy a ir a
trabajar. Estoy medio muerto.
Tuve que repetírselo, pues su despertar
carece de reflejos y tarda unos instantes en reaccionar al pasar del mundo de
los sueños al real. Si por real se entiende lo que le volví a decir.
—Que estoy medio muerto. No puedo ir a la
oficina en estas condiciones.
—Trabajas demasiado, Carlos —me contestó casi
sin mirarme—. Y ayer te pasaste con tu insistencia en limpiar el jardín de
malas hierbas.
Y siguió durmiendo.
Fui al baño, oriné (poco, es cierto) y me
duché. Entonces volví a darme cuenta de mi diestra mortalidad. El agua se
deslizaba de manera habitual por mi lado izquierdo pero en la zona muerta
creaba gotas extrañas que se adherían a mi piel dando la sensación que mi
cuerpo, en ese espacio, no atendía a la forma natural de la gravedad.
Me sequé con ambas manos aunque la
derecha, si bien ayudaba, lo hacía casi sin darse cuenta, sin ningún signo
vital que diera a entender que seguía unida a la simetría de la otra. Anduve
por el pasillo sin cojear, pero notando un cierto esfuerzo en la pierna
izquierda por no parecer un individuo discapacitado. En la cocina me preparé
unas tostadas.
Entonces apareció Carmen. Notaba la
mermelada circular por la parte viva de mi intestino cuando se sentó a mi lado,
me miró y preguntó cómo me encontraba. Le expliqué tal cual me sentía.
Ya más despierta, entendió la gravedad de
mi estado. Y lo resolvió sarcásticamente.
—Lo primero que has de hacer, querido
—sonrió—, es pasarte por la compañía de seguros y reclamar la mitad de tu
seguro de vida.
No recuerdo nada más de ese día, el
primero de mi nueva vida y muerte.
Empecé a hacer trámites médicos. El doctor
de familia, con el que mantenía una vieja amistad, me relevó al psiquiatra, y
éste, para darme a entender una falsa complicidad, al radiólogo. Unas placas de
su lado derecho aclararán su situación y podremos iniciar algún tratamiento, me
dijo.
No encontraron nada raro, y yo lo atribuí
a que mi parte en proceso de descomposición invisible, creaba interferencias en
los aparatos y anulaba los rayos X como el antídoto que anula los efectos de un
veneno. Las pastillas que me recetó el
psiquiatra acabaron en el sumidero del lavabo puesto que era evidente que el
lado derecho de mi cuerpo las rechazaría por una cuestión básicamente de
sentido común.
Carmen me pidió el divorcio a los pocos
meses y se fue a vivir con un individuo que, al contrario que yo, era de una intensa
vitalidad. Al año siguiente murió de un infarto tras copular con mi exmujer
cuatro veces seguidas. Yo, en asuntos sexuales, solo me comportaba dignamente
con prostitutas que manifestaran una cierta discapacidad física. Las enanas,
como mitad de una normalidad, eran mis preferidas, y conseguía un cierto grado
de erección que hacía merecer la pena el acto venéreo.
Quedaba poco con mis amigos. Alguna tarde
después de sus trabajos (a mí me habían dado la, más que larga enfermedad,
corta mortalidad), quedábamos en una terraza de una cafetería del barrio. Hablábamos
más del pasado que del futuro y a mí, aquellas reuniones me parecían un
velatorio en el que yo estaba como de medio cuerpo presente. Uno de ellos, que
había sido cura de barrio en los últimos años del franquismo, me animó a que un
día de estos celebrara un funeral por mi parte difunta. Todos rieron menos yo,
que tomé en serio la idea.
Mientras, el proceso de descomposición iba
lento. Aplicaba en la parte derecha de mi piel, un ungüento que me proporcionó
el señor de la droguería de la esquina, egiptólogo aficionado, y que confesó haber
sacado la fórmula de unos manuales de momificación, en una enciclopedia por
fascículos que coleccionó hacía años. Los misterios del Antiguo Egipto, creo se
llamaba.
El funcionamiento de mis órganos muertos
era un misterio al que nadie sabía dar una explicación. Yo supuse que la sabia naturaleza, ya que me
había quitado parte de lo dado, me resarcía con algún conducto secreto entre
mis meridianos que daban, como las
baterías de emergencia para móviles, un mínimo de funcionalidad. Sería el caso de órganos digamos que vitales,
como el hígado, porque otros más secundarios se comportaban de manera extraña. El
ojo derecho por ejemplo.
Conjuntamente, mi ojo muerto anulaba la
visión que todos tenemos de la perspectiva, como si estuviera totalmente
inactivo. Pero descubrí que si cerraba mi ojo izquierdo, el vivo, con el diestro podía ver imágenes más cercanas
a la esencia de las cosas.
Lo más extraordinario fue cuando vi, en
uno de mis paseos, la zona muerta de determinados ciudadanos. Algunos la tenían
en la izquierda y otros en el hemisferio superior o inferior.
Con la extraña sensación de ir guiñando el
ojo de forma constante, me fui dando cuenta de que cada vez había más personas
en situación similar, lo cual me daba un cierto alivio. Me hubiera gustado comunicarme
con ellos y hablar de nuestros problemas y perspectivas de futuro, pero el lado
derecho de mi cerebro actuaba (de manera muerta e inconsciente) como una
barrera que ponía celo a la complicidad que conllevaba nuestra anodina
existencia.
Pero un día que, como había sido de manera
insistente a lo largo de mi proceso, fui a la agencia de seguros dónde tenía
contratada mi prima de vida, me ocurrió un hecho trascendental. Me recibió esa
vez el director, que de forma amable me hizo pasar a su despacho. Cerró la
puerta y después de guiñar su ojo izquierdo, me puso al corriente de la
situación.
—Señor Barrachina —empezó—, después de
estudiar minuciosamente su solicitud de rescate de la mitad del seguro de vida
que, de acuerdo a sus revelaciones, nos reclama, yo, de manera personal, he
tomado una resolución.
Incliné mi lado izquierdo hacia delante
mientras su opuesto parecía ser ajeno a los hechos que estaban a punto de
suceder. Le miré sin perspectiva y prosiguió.
—He decidido que, aún sin carecer de
informes médicos forenses o de servicios funerarios, que avalen su delicada
situación —continuó volviendo a guiñar un ojo para validar sus sospechas—, la
compañía le hará el ingreso de la mitad del seguro de vida que tenía contratado
con nosotros. La otra mitad quizás ya no
esté yo aquí para ver cómo se liquida.
—Estamos hablando de ciento cincuenta mil
euros —le dije.
—Efectivamente. Mañana los tendrá
ingresados en su cuenta corriente. Y, por razones obvias que usted debe
entender —concluyó mirándome sin perspectiva a mi ojo derecho—, esta
conversación no debe salir de este
despacho.
—Entiendo —contesté—. Muchas gracias por
su atención.
El dinero de la prima y la media paga que
cobro por viudedad (a mi mujer un médico especialista la ha declarado también
medio muerta) me permite vivir en una pequeña aldea dónde desarrollo con
dignidad mi pasión por la escritura. Y hoy, después de publicar mi segunda
novela, me he sentido como medio vivo.
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