CARRETERA
SECUNDARIA
(Josep Sebastián)
Ya
era anciano cuando salió del garaje con su Mustang rojo y enfiló la carretera
que le había de llegar a Metasía, sin importarle saber que su permiso de
circulación no le había sido renovado desde hacía al menos un lustro. Más de
cien millas de una recta casi perfecta amparada por miles de postes eléctricos
le acompañarían en su camino, y sabía que iba a tener que realizar unas cuantas
paradas.
La primera, en la gasolinera de Milton
Mcgroover. Mientras llenaban el depósito
entró en el pequeño bar y allí, sentado en la barra con la tercera cerveza en
línea recta con sus ojos, encontró a su padre. Ni se saludaron, el anciano pagó
las bebidas y marchó.
La segunda, al salir de un pequeño recodo
vio un río de papel de plata bajo la vaguada. Paró el coche y se fue a andar por
encima del mosaico iridiscente, llenándole de un refrescante alivio en sus
pies. A diez metros encontró a su
maestro de escuela pescando truchas de plástico. Le saludó con una mano y subió
de nuevo al coche mientras veía como se ahogaba su compañero de clase Bob
Carlton.
La tercera, ya hambriento, en un
restaurante al lado de una arboleda de manzanos cargados de pecados
inconfesables. Pidió carne con patatas mientras hojeaba la prensa local. En
primera plana se encontró con una foto del pastor Lincoln May que volvía de las
misiones. El obeso propietario de la cantina se sentó a su lado y compartieron
bourbon casero.
La cuarta, para dejar pasar por el camino contiguo
a un tractor azul como el mar desconocido. Le adelantó sin prisa y el muchacho
que lo conducía le miró con asombro. El anciano lo alcanzó a la carrera y montó
de un salto al remolque invadido de una efímera alegría. Allí, en un rincón,
dormitando junto lo sacos de cebada, encontró a su hermano Robert.
La quinta fue en el burdel de Kelly Rose.
Escogió la pelirroja Rosemary y mientras subían a la habitación 307 oyó un
griterío y risas de cabaret. En el pasillo encontró a su madre abrazada al
estúpido de Gregory Hilton, del colmado de ultramarinos.
Cuando entró en el largo túnel que cruzaba
las montañas de escayola y saco de arpillera, y que en seis minutos le llevaría
a la ciudad, allí, entre una olor húmeda
y los ecos de un relinchar de caballos
salvajes, allí, en el declinar del tiempo y el devenir de la muerte, se
encontró a sí mismo.
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