Van Morrison: Porque el mundo me ha hecho así
En la contracultura, a principios de los 70, corría un dicho brutal: “Si Van Morrison
fuera alto y guapo, habría que encerrarlo.” Deben entender el clima
antiautoritario: esa maldad sugería que alguien con semejantes poderes
(de composición, de interpretación) podría convertirse en un dictador. Se intuía que su fuerte no era la empatía con los seres humanos.
Se contaban historias de su niñez en Belfast. Los recuerdos de Nancy
McCarter, la vecina de Hyndford Street que salió sin llaves y se le
cerró la puerta. Alguien pidió ayuda al joven Morrison: “Ivan ¿podrías
subir por el muro del jardín, y entrar por la puerta trasera?”. El niño dijo “No”, y siguió a lo suyo.
Supongo que se repetía esta anécdota debido a su similitud con la historia descrita en la primera estrofa de The weight, el primer éxito de The Band, amigos de Van y vecinos suyos en Woodstock. Por su parte, Morrison ha tendido a retratar su infancia y juventud como un periodo miserable. Aún antes de que estallaran “los problemas” de Irlanda del Norte, tu suerte dependía de que fueras católico y protestante.
Un día, lo
confesó al Rolling Stone estadounidense, unos chavales empezaron a
sacudirle. Católicos vengándose de los protestantes –o al revés- pero la
paliza no paró hasta que gritó: “Sea lo que sea lo que penséis que yo soy, estáis equivocados”.
Efectivamente, la señora Morrison se había unido a los Testigos de
Jehová, una secta particularmente intolerante. Resultaba tan exótico que
los matones le dejaron marchar.
El Mito de
Belfast se basaba igualmente en la evocación de momentos de embeleso, de
arrobamiento: Ivan paseaba y, de repente, se veía sincronizado con el
agua, la tierra, el viento: años después, buscaría esos elevamientos a
través de la música. Ah, la música: de alguna manera, se convirtió en el
esperanto perfecto para Morrison, su comunicación con un mundo hostil.
Dominaba la guitarra pero nadie le dejaba subir a los escenarios:
abundaban los guitarristas. En unas pocas semanas, aprendió el saxo y los asombrados músicos le abrieron un hueco.
La leyenda se basa igualmente en la famosa colección de discos paterna. Se ha llegado a proclamar que George Morrison
tenía “la mejor discoteca privada de todo el Ulster”. A diferencia de
los rebeldes británicos del beat, Van presume de que no necesitó
descubrir el rhythm and blues en la cola del rock & roll o a través
del burdo skiffle: creció, aseguraba, escuchando lo mejor del jazz tradicional y el bebop, el blues ancestral, el góspel sagrado.
Puede que así fuera pero uno se pregunta cómo hacía su padre, modesto
electricista que trabajaba en los astilleros, para comprar tantos discos
en una ciudad que no era una meca cosmopolita.
Pero mejor
no profundizar. Verán: se ha publicado una docena de libros sobre Van
Morrison. Ninguno ha sido alentado o facilitado, aparte del primero, Van Morrison: into the music, firmado por un complaciente periodista canadiense, Ritchie Yorke.
Sin embargo, nos estamos acercando a los 60 años de Van como músico
profesional y sigue siendo la única figura de la Primera División que no
tiene una biografía digna. Sí, hay ensayos (el último, When the rough god goes riding: listening to Van Morrison, de Greil Marcus), muchos encomios y bastantes trabajos de corta-y-pega. Pero
ninguna editorial ha puesto dinero suficiente para que alguien invierta
años de esfuerzo en escribir una biografía digna de ese nombre.
En el negocio editorial también tiene fama de hueso duro de roer. En 1993, intentó parar Van Morrison: it’s too late to stop now, un libro grande, rico en fotos, positivo.
Un indignado Morrison señaló varias docenas de errores, aunque la
mayoría eran juicios de valor, discutibles pero sagrados bajo la
libertad de opinión. La editora, Bloomsbury, rechazó su oferta de pagar generosamente para retirarlo del mercado.
Obvio que se puede redactar una biografía a pesar de la completa oposición del retratado; lo hizo Barney Hoskyns con su tomo sobre Tom Waits, aquí traducido como La coz cantante.
Por cierto, Tom y Van coincidieron en el vaporoso negocio del cine.
Según Morrison, Coppola le planteó primero componer la música de Corazonada. Lo
rechazó con un razonamiento que revela lo poco que asimiló del guión:
“¿Una película que transcurre en Las Vegas? Yo detesto Las Vegas”. O quizás fuera el poso del alma hippie, al que luego retornaremos.
¿Qué podemos
decir sobre esa fobia a las preguntas, a las indagaciones? “Una manía
de Van”, responden sus amigos, que también los tiene. Ahora evita las
entrevistas, aunque concedió muchas en el siglo pasado (generalmente,
ay, de mala gana). Ha intentado esquivarlas facturando entrevistas
promocionales, en audio y/o vídeo, donde comentaba el nuevo lanzamiento.
Hasta en eso se ha vuelto tacaño: vean los fragmentos con que anuncia
sus encuentros con los invitados a participar en su entrega de 2015, Duets: re-working the catalogue. Esas migajas no sacian nuestra curiosidad. Admiradores tan entregados como Brian Hinton, profesor de Oxford y autor de Celtic crossroads: the art of Van Morrison,
reconocen que su cancionero es esencialmente autobiográfico. Por
ejemplo, el único curro manual de los días de Belfast fue el de
limpiaventanas, invocado maravillosamente en Cleaning windows, editada en 1982.
Estamos ante lo que en el mundillo musical se llama un control freak.
No tan fanático del control como un Prince, que arremete hasta contra
sus propios fans, pero con semejante sentido de superioridad moral.
Morrison ha preferido cañonear a los hombres que facilitaron su carrera
en los 60.
Nadie va a defender a Phil Salomon, otro nativo de Belfast, que consiguió que su grupo, Them, grabara para Decca. Era un chanchullero: figura en la historia secreta de la música pop española como el magnate que se ofreció a promocionar a Los Bravos
en Radio Caroline, la principal emisora pirata de mediados de los
sesenta, a cambio de un alto porcentaje de las futuras ganancias.
Morrison ha renegado de la discografía de Them,
alegando que en aquellos discos no tocaba el grupo sino músicos de
estudio. No es un gran pecado –de una u otra manera, Them hicieron temas
abrasadores– y tampoco parece una cuestión de lealtad a sus compinches,
viniendo de alguien que suele tratar a sus músicos a patadas, cambiando
de personal sin preaviso ni finiquito.
Salomon, además, le puso en los brazos del productor Bert Berns,
maestro del soul-pop con sabor latino, que dirigiría en 1967 su
lanzamiento como solista en Estados Unidos, gracias a la memorable Brown eyed girl (canción que su autor asegura odiar), editada en su sello, Bang Records. Morrison cuenta horrores de las sesiones con Berns,
sin olvidar las portadas de Bang. Sin embargo, hay fotos donde Van luce
feliz al lado de Berns, en la típica francachela de la industria
musical.
Puede que Bang no fuera la más cool de las independientes neoyorquinas pero Morrison gozó allí de considerable libertad: ¿cómo explicar que, en la primera cara de su primer elepé, se insertara un bajón bestial como T.B. sheets, diez minutos de la visita a una novia que se muere de tuberculosis?
De repente, a finales de 1967, un infarto acabó con Berns. Y Morrison aprovechó para escaparse.
Usó técnicas de saboteador: obligado a hacer más discos, se presentó en
el estudio para plasmar 31 “canciones”, 31 chistes musicales de
alrededor de un minuto de duración, alguno especialmente cruel con
Berns. Para su eterna vergüenza, esos dislates fueron publicadas en
1994, como Payin’ dues.
Estamos contemplando a un
hombre maduro portándose como un niño petulante, una ocurrencia
equivalente a la “genialidad” de Prince cambiándose de nombre. La
“contractual obligation session” no hubiera aguantado en ningún tribunal
–la letra pequeña suele exigir que los temas sean “editables”– pero Van
se benefició del caos de Bang Records y de la inexperiencia de la viuda
de Berns. Esta ha afirmado que “Van mató a mi marido, a disgustos”.
Más adelante, Morrison añadió colores heroicos a su espantada.
Se instaló en Cambridge, la localidad universitaria de Massachussetts,
donde podía sobrevivir actuando con bandas de pequeño formato. Asegura
que los socios de Berns le pusieron micros en su casa de Nueva York,
amenazaron con denunciarle a la policía por fumar porros. Sugiere que eran mafiosos.
Paranoia y palabrería.
Si tuviera enfrente a auténticos mafiosos enfadados, de nada le habría
servido poner 300 kilómetros de distancia. Cuando fichó con Warner, la
compañía californiana pagó una compensación (20.000 dólares) a los
caballeros de origen italiano que se decían propietarios del contrato
con Bang y sanseacabó.
Van tiene una pasmosa habilidad para pintar con colores tétricos lo que debería recordar como triunfos. Retrocedamos a su embriagador Astral weeks (1968). Se ha quejado de que no hubo ensayos pero olvida que
precisamente le pusieron (excelentes) instrumentistas de jazz para que
aquello fluyera. Y fluyó, a pesar de que Van decidiera no comunicarse
verbalmente con Connie Kay (veterano del Modern Jazz Quartet) o Richard Davis (ídem de Miles Davis). Ni pistas sobre las canciones ni sugerencias sobre el sonido que buscaba.
Ha recaído en el absurdo hábito del silencio en el estudio. Para No guru, no method, no teacher (1986), llamó a Ry Cooder,
a quién ya había tratado. Le puso varios temas y el guitarrista añadió
lo que se le ocurría . Cuando Cooder se marchó, Van ordenó que se
borraran sus pistas. Estaba enfadado: “Pensaba que iba a tocar jazz”. El
ingeniero de la sesión, Mick Glossop, entendió el desconcierto de Morrison: había visto Jazz, el disco de Cooder de 1978; no llegó a escucharlo, ya que no contiene el tipo de jazz que hubiera encajado. Y Van es un formalista, nada dado a la subversión de estilos.
Hay cierto arte perverso, sin duda, en su habilidad para retorcer la realidad. Rechaza cualquier deuda con el movimiento hippie,
a pesar de las evidencias: las entrevistas, donde usaba la jerga del
movimiento (“my trip”, “a head”, “to dig”). Sin olvidar las fotos con
caftán, esos años pasados en Woodstock y en Marin County, focos del
hippismo estadounidense. Pero le excusan, siempre hay alguien dispuesto a
echarle un capote: “Esos años son dolorosos, le recuerdan la separación
de Janet Planet, su primera mujer”.
Cantando ‘I shall be released’ junto a Dylan y Robbie Robertson en la grabación del ‘El último vals’ (1976) © Ross Gilmore
Efectivamente, Janet podía ser el arquetipo de “flower child”.
Los testigos de su relación hablan de una mujer que se sacrificó para
que el León de Belfast pudiera rugir. Un ser sociable que no pudo
atender a las ofertas que llegaban, como actriz y modelo: Van la
necesitaba en casa.
Aunque ahora lo niegue, Van Morrison fue un ídolo para los hippies.
Encajaba: el tipo introspectivo que prefería el campo, el romántico que
cantaba al sexo, el panteísta que celebraba las maravillas del
universo. Y así le trataban en Warner, la multinacional más “en la onda”
de los primeros años 60 , cuando publicó la tanda de discos sublimes
que comenzó con Moondance.
Como casi todos, aquel vínculo se agrió. Uno de los pilares de Warner era el productor Ted Templeman, responsable entre 1971 y 1974 de Tupelo honey, Saint Dominic’s preview e It’s too late to stop now.
Prescindiendo de diplomacias, fue tajante: “No trabajaré más con Van
Morrison, aunque me ofrezca dos millones de dólares; envejecí diez años
con esos tres discos. Ha hecho la vida infernal a mánagers, agentes,
músicos, a todos los que han trabajado para él”.
A principios de los 80, Warner Brothers hizo una limpia en su catálogo
y prescindió de los servicios de varias docenas de artistas. Provocó un
escándalo mediático cuando se supo que uno de ellos era el inmenso Van
Morrison: la discográfica quedó en mal lugar. No podían alegar
públicamente lo obvio: que (1) sus ventas bajaban en picado y que (2)
tratar con él era una pesadilla.
Morrison lo explicó cómo pudo: “En el resto del planeta me distribuye Polygram,
así que tiene sentido que también lo haga en EEUU.” A partir de
entonces, se acoge al modelo de artista de prestigio: vende cifras
razonables y concede permisos para lanzar recopilatorios (The best, Van Morrison at the movies, Still on top)
que despachan grandes cantidades. Firma contratos cortos, lo que le ha
permitido, en los últimos 25 años, colocar sus novedades en Virgin, EMI,
Blue Note, Lost Highway y, ahora, RCA.
Van es el típico artista que frustra a los disqueros.
Le admiran y calculan que podrían multiplicar sus ventas con unos
mínimos guiños, pero ese no es el estilo de Van. La única concesión a
las actuales fórmulas consistió en recrear íntegramente su disco más
legendario, Astral weeks. Funcionó comercialmente, en taquilla y publicado –CD, DVD- como Astral weeks live at the Hollywood Bowl. Ajeno a cortesías, Van aprovechó para mandar un viaje a la discográfica que sacó el original: “Warner no hizo promoción y por eso nunca lo toqué en directo. Yo no quería hacerlas sin arreglos completos”. Lo cierto es que Warner respaldó Astral weeks pero, en 1969, no se hacían conciertos pop con orquestaciones.
Nadie le podría negar a Van el derecho a publicar discos de capricho. Algunos puristas de la música irlandesa dirían que aquello comenzó con Irish heartbeat (1988), el emparejamiento con los Chieftains, aunque lo veo más claro con los saludos: al maestro hip del jazz vocal, Mose Allison (Tell me something, 1996), al skiffle de sus años tiernos (The skiffle sesions – Live in Belfast 1998), al country (Pay the devil y You win again). Este último le traería disgustos: contenía duetos con Linda Gail Lewis, hermana de Jerry Lee Lewis.
Linda no estaba habituada a los cambiantes modos de Van y rompieron en
medio de una gira. Demandó a Van por “despido improcedente” y
“discriminación sexual”; hubo un acuerdo extrajudicial.
Permítanme puntualizar: estos discos son perfectamente válidos. Incluso, tengo mi favorito: las versiones de How long has this been going on, un directo jazzy
de 1995 con el maestro Georgie Fame. Pero, mirando a largo plazo,
retrasan las citas con el Van Morrison ideal: el artista que parece
conectado con energías primarias, que no es prisionero de las formas
musicales. Tal vez se fastidió todo cuando Van intentó analizar la naturaleza de sus arrebatos.
Anduvo en contacto con musicólogos y pensadores que investigaban sobre
el poder sanador de la música, quizás ignorantes de que el concepto
“healing”, en el universo morrisoniano, suele llevar connotaciones eróticas. ¿He
dicho que Van nunca tuvo problemas para conseguir compañía femenina,
hasta cuando era un desarrapado peludo en el grupo Them? Cuando le preguntaron a John Lee Hooker de qué charlaba con Van, en sus largas llamadas telefónicas, el lúbrico bluesman respondió sucintamente: “De mujeres”.
Perdón, vuelvo a mi argumentación. En los 80, Van parecía un cliente de lo que el periodista Robert Greenfield llamó “el supermercado espiritual”: viajó desde la terapia Gestalt a la teosofía, paladeó tanto a Jung como a la new age más etérea, fue del catolicismo hasta la temible cienciología (su inventor, L. Ron Hubbard, recibía “gracias especiales” en Inarticulate speech of the heart, 1983). Hasta tuvo un éxito en 1989 con Whenever God shines His light, a medias con el vocalista británico más identificado con el cristianismo: Cliff Richard.
Aunque ese emparejamiento pueda obedecer, más que a sintonía religiosa, al gusto morrisoniano
por llevar la contra: fue productor de Tom Jones en 1991, cuando el
Tigre de Gales todavía no había sido reivindicado; también bromeó sobre
trabajar con Shirley Bassey. En el disco de 2015 recupera a un tejano que se reinventó en el Reino Unido: P. J. Proby.
Reconozco, por otro lado, que hizo una labor justiciera al poner bajo
los focos a olvidados instrumentistas de primera, como el guitarrista Mick Green o los teclistas Peter Bardens y Peter Wingfield.
¿Y Dylan, oigo preguntar?
Felizmente, Morrison no pasó por el cristianismo fundamentalista de
Dylan, esos años de sermones en los que prometía raciones eternas de
fuego y azufre para los que no creyeran en la Biblia como verdad
literal. En 1989, Van rodaba un documental para la BBC, One irish rover, y arrastró a Bob a Atenas. Allí cantaron cuatro canciones –algunas
se encuentran en YouTube– donde Dylan parece estar intimidado, incómodo
o simplemente despistado ante un repertorio que desconoce.
Una y no más, debió de pensar Dylan. Han coincidido en escenarios pero no en discos. No sé si Morrison ha hecho esfuerzos para sumarle a su reciente Duets: re-working the catalogue.
Ha preferido hacer versiones de su cancionero menos obvio con veteranos
de su cuerda o jovencitos impresionables, incapaces de llevarle a un
lugar desconocido. Déjenme soñar: podía haberse juntado con Shane McGowan, Mike Scott o, si quiere bocazas irlandeses, John Lydon.
En realidad, Van prefiere que no salten chispas. Antes de que se le ocurriera a otro, Morrison se produjo un disco de homenaje, No prima donna, en 1994. Aprovechaba, además, para presentar en la portada a su novia de entonces, actual esposa, Michelle Rocca,
Miss Irlanda de 1980, una bella tan sobrada que aseguró que ella eligió
muchas de las canciones y sus homenajeadores. La pareja puso en alerta
roja a la prensa basura de las Islas Británicas y Van tuvo ocasión de
conocer los modos y maneras de la hez de la profesión, que no le
trataron con la reverencia habitual en los periodistas musicales: se
inventaron infidelidades, les acosaron.
Si la RAE ha aceptado
“amigovio”, sospecho que habría que soldar palabras antitéticas para
sintetizar nuestra relación con Van. ¿Serviría “odiamar”? A ver, no
puedes dejar de admirar a un testarudo que mete la pata con tan notorio
orgullo: Van se resistió a la cosa esa tan moderna del videoclip hasta 1983. Y cedió con… un tema instrumental, Celtic swing, no particularmente notable.
Otro asunto son los directos. Hubo una temporada –cuando
derrochábamos dinero– que era visitante regular de los escenarios
españoles. No creo que tuviera una conexión especial con España. De vez
en cuando, nos usaba como conejillos de laboratorio: recuerdo haberle
visto con una banda muy verde, a la que reñía sin cortarse.
En España, podía cobrar su caché: tiene devotos fieles, de alto nivel adquisitivo.
En los últimos tiempos, solía viajar en avión privado. Los conciertos
estaban cronometrados, sin margen para arrebatamientos no programados:
su plan era dormir esa noche en su mansión irlandesa.
Le vi cortar
el bis en la Riviera madrileña cuando algún fan alzó la voz (¿se
creería que estaba en una iglesia catedral?). En ese momento, eché de
menos al antiguo pugilista: Van actuaba en el festival de Montreux,
acompañado por una banda improvisada pero muy preparada, con papeles
detallando acordes y cambios. Hacia el final, una mujer en las primeras
filas soltó lo indecible: “Deja el blues a los negros, vete a casa”.
Respondió
con acritud: “Si no te gusta, te jodes ¿vale? Hay un tío que me paga
para que salga a este escenario y eso es lo que estoy haciendo. Si no te
gusta ¿quieres subir al escenario y hacerlo tú misma?”. Ese es el Van que yo admiro. El que pierde los papeles pero aguanta el tirón.
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