Nos encontrábamos
ya cerca de mi casa, cuando el taxista fue avisado por un colega de que
había en nuestro camino un control de alcoholemia. Como resultara
imposible dar la vuelta o escapar por una calle lateral, el conductor me
confesó que llevaba dos copas, pues había comido con unos amigos de la
infancia a los que hacía años que no veía. «¿Y qué quiere que le haga?»,
pregunté. «Que se ponga al volante —respondió—, como si usted fuera el
taxista y yo el pasajero.» Me pareció una propuesta absurda a la que
respondí con una sonrisa de desconcierto. Mientras sonreía, vi en sus
ojos, a través del espejo retrovisor, un movimiento de pánico que
produjo también en mí alguna inquietud. En cuestión de segundos me puso
al corriente de su situación, responsabilizándome del drama familiar que
se le vendría encima si le retiraban la licencia. Aunque intenté
defenderme, lo cierto es que al cabo de un momento, dada mi debilidad de
carácter, estaba al volante del taxi, con el conductor detrás.
Alcanzado el control, un guardia hizo señas de que nos echáramos a un
lado. Luego se acercó, me informó acerca de sus propósitos y me pidió
que soplara, lo que hice con miedo, pues aunque no había bebido creo que
el organismo puede, en situaciones de estrés, producir todas las
sustancias existentes. Por fortuna, estaba limpio y me dejaron seguir.
Como no era cuestión de detenerse a unos metros del control para
realizar el cambio, y dado que mi domicilio se encontraba muy cerca,
continué conduciendo hasta el portal, donde el taxista, tras mirar el
contador, sacó un billete, me lo dio, abrió la puerta, salió del coche y
se metió en mi casa, todo con una rapidez tal que no fui capaz de
reaccionar. Además, apareció enseguida otro cliente que me pidió que lo
llevara a toda mecha al aeropuerto. Qué inestable es la realidad, pensé
arrancando
Millás es tan genial que mete miedo.
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