PROHIBIDO FIJAR CARTELES
(Josep Sebastián)
Un
día que andaba de visita a casa de mi madre coincidí con la llegada del
cartero. No era de aquellos que, uniformados de gris y con gorra de plato,
portaban una pesada cartera de cuero en bandolera, no. Ahora van vestidos de
calle tirando de unos carritos amarillos como de la compra y me pregunté por qué si el hombre
había descubierto la rueda hace miles de
años la compañía de correos no la había aplicado antes.
El
funcionario me entregó una carta a nombre de mi padre. No hacía falta ver el
matasellos sellado en la década de los sesenta para comprobar que el retraso se
manifestaba en toda la geografía de aquel sobre ya amarillento con arrugas,
garabatos y yo diría que hasta un moho apenas perceptible pero que le daba un
aire de pieza arqueológica. El remite, con negra letra gótica, indicaba
“Dirección General de Seguridad. Policía Nacional”.
— ¿Y esta carta? —le pregunté con
asombro.
—A veces ocurre —esgrimió el cartero—,
que aparecen en algún rincón de la estafeta, o bajo un cajón que solo se abre y
se cierra para guardar las llaves de un armario, cartas selladas hace decenas
de años. Nuestra obligación es cumplir con el servicio de hacerla llegar al
destinatario, aunque posiblemente ya no tenga relevancia lo que se oculta tras
el sobre.
—Muchas gracias —contesté—, y como no
estaba certificada le invité a marcharse.
Me
dirigí al baño no sin antes dejar la carta en la mesa de una pequeña habitación
a la izquierda del pasillo. Raras veces entraba porque me daba apuro solo
pensar que allí se veló a mi abuelo después de morir de manera trágica. Abrí el grifo del lavabo y cubrí con agua fría
el sudor que desprendía mi frente. Me miré al espejo y después de casi cincuenta años pensé
angustiado: “me descubrieron entonces”.
Cuando
era niño acompañaba a mi abuelo al barbero, a comprar petróleo para la estufa o
hielo para la nevera. Yo casi siempre iba cabizbajo para no tropezar con
llamativos programas de cine o anuncios de espectáculos de circo que poblaban
muchos de los muros de ladrillo de solares y de casas. Sabía que a la mínima
algún policía me podría pillar, y yo tenía un miedo atroz a aquellos hombres de
gris que paseaban altivos por las aceras de la ciudad. Por mi abuelo no temía
por la sencilla razón de que era ciego.
El
motivo eran unos amenazantes rótulos, a veces en chapa enlozada y en las más
simplemente pintados con plantilla en letra de estilo militar, que nos
prohibían bajo multa de no recuerdo cuantas pesetas prestar atención a todo
cartel de los alrededores. “Prohibido fijar carteles” indicaba. Lo que me
parecía curioso es que casi nunca los hubiera…
Pero
aquel día sí. Lo vi al levantar la vista para cruzar un paso de peatones que me
llevaba delante del economato. Allí estaba Johnny Weissmuller vestido con traje
y corbata en “Tarzán en Nueva York”. Y yo me fijé, aunque solo fue una vez pero voto
a dios que me fijé. También en los policías que desde la
esquina me observaban.
Todo
por mi culpa. Esperé la angustiosa carta durante días y semanas, pero cuando
decidí que la suerte me favorecía con algún extravío postal nada inusual en
aquella época, no se me ocurrió otra forma de celebrarlo que pedir a mis padres
que me llevaran por vez primera al cine. Mi abuelo murió al cabo de un tiempo
no sin antes regalarme una pequeña caja de caudales. Aún está en esa misma
habitación dónde sigue la carta sin abrir.
Y
ustedes se preguntarán su contenido. Lo mismo que yo, porque al cabo de una
semana volví a casa de mi madre, entré en la habitación, abrí la hucha y
descubrí veinticinco pesetas. Me dirigí a la mesa y rompí la carta en cien pedazos.
No
he de preocuparme, pensé. Si vuelven a insistir tengo el dinero preparado. Y si
no, para unas cuantas sesiones de
cine.
Una pesadilla real, pero ya resuelta..
ResponderEliminarExacto, resuelta !! Otro caso de angustia de la infancia...
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