Fotografía de portada: Dimitris Yeros.
En su última novela, La noche de los alfileres (2016),
el escritor peruano afincado en Barcelona, Santiago Roncagliolo, vuelve
a su tierra natal, esta vez a la ciudad de Lima. Y vuelve con una
historia que, sin dejar fuera el tema de la violencia, uno de los
núcleos temáticos de su premiada novela Abril rojo (2006), toma y reelabora por primera vez, según ha afirmado el mismo autor, elementos autobiográficos.
La noche de los alfileres
no es, sin embargo, una novela con un personaje protagonista que
vendría a ser un alter ego del autor, sino que la experiencia de ser un
adolescente de clase media en la Lima de los años noventa Roncagliolo la
reelabora a través de cuatro personajes: Beto, Manu, Moco y Carlos, que
son quienes narran y protagonizan esta historia que tiene algo de
comedia y de tragedia. Una experiencia que, además de las problemáticas
propias de la edad ‒relacionadas con la sexualidad y la construcción de la propia identidad‒,
aparece teñida por la situación política del país: un período de
democracia que, no obstante, estuvo marcado, y así quedó en el recuerdo
para quienes habían nacido en los años setenta según afirma Roncagliolo,
por los cortes de agua y de luz, por el habitual estruendo de las
bombas y por los toques de queda decretados por el gobierno ante los
recurrentes atentados del Sendero Luminoso.
En la novela, la violencia aparece
de este modo como trasfondo, pero al mismo tiempo es parte de la trama
en la medida en que conforma las historias familiares trágicas de los
personajes, al menos de forma explícita en los casos de Manu, cuyo padre
sufre de problemas de salud mental graves tras su experiencia en la
lucha contra el Sendero Luminoso; y de Moco, que pierde a su madre ya
gravemente enferma a causa de un apagón. Y esa violencia que parece
omnipresente en la sociedad, se ve reproducida en cierto modo, aunque no
de forma simple y directa, en ese mundo más cerrado y reducido que es
el colegio de curas al que asisten los protagonistas. El colegio
constituye un microcosmos donde la violencia reina, la violencia
impuesta por unos sobre otros, los más fuertes sobre los que por un
motivo u otro son considerados raros, y que incluso los cuatro
protagonistas, entre la reivindicación de una cierta heroicidad y una
incapacidad para poner freno a sus actos, acabarán ejerciendo sobre
alguno de sus profesores.
Esta sucesión de hechos violentos es lo que los protagonistas de La noche de los alfileres se ven incitados u obligados ‒no queda claro al comienzo‒ a
recordar y contar ante una cámara muchos años después de haber tenido
lugar, siendo ya adultos. Un episodio en sus vidas que han mantenido en
secreto todos estos años y que ahora, por una razón que nunca se nos
llega a revelar de forma explícita, uno de los cuatro protagonistas se
empeña en reconstruir. En este sentido, la novela parecerá jugar así con
los posibles motivos que desencadenan esta tarea de rememoración ‒desde la responsabilidad individual a la búsqueda de escapatorias frente a un presente poco prometedor‒,
poniendo de relieve de qué modo la perspectiva del presente impone un
sentido a los recuerdos, y los subordina a una narrativa que apunta a la
imagen que de sí tiene cada uno de los protagonistas en el momento de
recordar.
Con las diferentes posturas de
cada uno de los cuatro personajes respecto a la responsabilidad sobre lo
ocurrido y a esta posible obligación de recordar comienza entonces un
relato a cuatro voces. Un relato en el que cada uno de los personajes va
contando, por un lado, algo de su vida personal, de sus problemas
familiares o de asuntos típicos de un adolescente, desde lo relacionado
con la sexualidad, la relación con las figuras paterna y materna o con
la autoridad; y por otro lado, va tomando el relevo de lo que ha contado
el anterior, a veces dando una visión bastante distinta de lo ocurrido o
de las razones de sus actos, y al mismo tiempo avanzando en el relato
de esos hechos. La tensión se sostiene así tanto a partir de ese recurso
a la alternancia de esas cuatro voces que van retomando y relanzando el
relato, como por esa suerte de carácter inevitable con el que se van
presentando los hechos, como si una vez que los protagonistas hubieran
traspasados ciertos límites ya no tuvieran forma de parar lo que han
desencadenado.
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