"Perversidad" de Fritz Lang. 1945

En
1945 lo más sensato que un director de cine podía hacer era amoldarse a
los códigos de la censura del cine de Estados Unidos. No valía la pena
enzarzarse en una inútil disputa con los ejecutivos de un estudio de
Hollywood y mucho menos con los topos que el gobierno norteamericano
tenía allí infiltrados. No, lo mejor era hacer ver que uno les seguía el
juego. Lo paradójico del caso es que un director podía llega a ser tan o
más trasgresor en el Hollywood clásico que el más irreverente de los
directores independientes porque podía decir lo que a uno le viniera en
gana sin respetar ningún límite, siempre y cuando, eso sí, lo dijera en
voz baja. Tal vez por esto, Perversidad (Scarlet Street; Fritz Lang, 1945) es una película bastante más cruel que el film de Renoir en la que se inspira, La golfa (La chienne;
Jean Renoir, 1931), fundamentalmente porque a todos los males a lo que
Fritz Lang somete a su protagonista, además el director de origen
austriaco le añade uno más; la soledad. Hay de hecho en Perversidad
un plano fundamental y verdaderamente lapidario en este sentido, en su
última imagen vemos a Criss Cross (Edward G. Robinson) deambulando
cabizbajo por una calle repleta de gente que a través de un fundido
encadenado se torna una calzada desierta en la que sólo está Cross,
soportando en total y absoluta soledad sus propios pecados, sus propias
traiciones y sus propios errores. Verdadero fatalismo langliano.
Fritz Lang rodó Perversidad inmediatamente después de otra monumental película, La mujer del cuadro (The Woman in the Window; Fritz Lang, 1944), con
prácticamente el mismo equipo y con el mismo trío protagonista, Edward
G. Robinson, Joan Bennet y Dan Duryea. Pero lo verdaderamente curioso no
es que Lang exprimiera a una serie de colaboradores con lo que en
definitiva había conseguido unos magníficos resultados, lo
verdaderamente curioso de Perversidad con respecto a La mujer del cuadro es que ambas son películas casi complementarias. Desde cierto punto de vista, la primera, La mujer del cuadro, sería
un ensayo, un prólogo dramáticamente descafeinado –que no formal- de lo
que vendría a ser una obra en su fondo tan rematadamente cruel como Perversidad. La mujer del cuadro al final del relato dejaba el asunto en un goloso retrato onírico que daba pié a muchas e interesantes lecturas pero Perversidad sólo permite que el espectador se zambulla en una pesadilla en la que no hay punto de fuga posible.
Y todo esto se lo debe Perversidad a una popular figura vieja amiga del cine clásico de Hollywood, la mujer fatal. La femme fatale
siempre ha dado mucho juego en el cine, sobre todo en el cine clásico
que fue donde se fraguó la figura de la maliciosa hembra capaz de todo
por sus maléficos planes. Aquí, en Perversidad, la mujer fatal que interpreta Joan Bennet se distancia bastante de la femme fatale que popularizó un año antes Barbara Stanwyck en la portentosa Perdición (Double Indemnity; Billy Wilder, 1944), fundamentalmente porque en esencia, la femme fatale de Perversidad
no es tan maliciosa en si misma como sí la era el personaje de la
Stanwyck en el film de Billy Wilder. Un poco como sucedía en el Otelo de Shakespeare, en Perversidad hay un moro en
forma de amante (Johnny, interpretado por Danyear) que será quien
envenené los oídos, y de paso las intenciones del personaje de Bennet,
Kitty. En Perversidad, Kitty tiene un punto ingenuo y es
Johnny quien la anima y por momentos, casi la fuerza a que se aproveche
de la ingenuidad de Cross, un tipo gris, con una vida gris y una mujer
gris. En cierto modo Perversidad es una película que parte de un
engaño por acumulación, todos los personajes parten de una mentira;
Chris dice ser un pintor, Kitty dice estar soltera y su amante Johnny,
dice ser la pareja de su compañera de piso.
Y
las mentiras, salvo que uno sea el Diablo, tienen fecha de caducidad y
al final suelen tener la inoportuna costumbre de explotarnos en las
narices. En Perversidad, también ocurre algo de esto y todos los
personajes terminan merendándose una buena dosis de honestidad y todos
por mentirosos y por no admitir públicamente qué clase de persona son.
Claro que no debe de resultar fácil admitir que uno es un marido y un
pintor frustrado, ni tampoco debe ser fácil asumir delante de un
desconocido que una flirtea con la prostitucion y que convive con un
tipo que la maltrata cada vez que le viene en gana y tampoco debe de ser
fácil ir por el mundo admitiendo que uno vive de las triquiñuelas
sexuales de su pareja en su piso compartido. Al final todos reciben su
dosis de verdad, incontestable, indiscutible y férrea como una losa de
plomo que cae sobre sus cabezas. Pero como decíamos al principio, el que
peor nota recibe es sin duda Chris Cross, porque está sólo, no tiene a
nadie y si lo pensamos un poco eso debe de ser muy duro.
Fritz
Lang, tuvo el buen gusto y la sana fortuna de conservar la esencia de
ese expresionismo que él mismo ayudó, de algún modo a inventar. Lang
sabía que detrás de su película había unos productores con unas ideas
muy claras que más valía respetar. Así Lang, a lo largo de su carrera en
Estados Unidos supo como dar a los productores lo que querían ver en un
film de estudio sin que por otro lado dejara de tender constantes lazos
con su fondo expresionista y con su poso dramático tan particular en la
obra del director de M. El vampiro de Düsseldorf (M.;
Fritz Lang, 1931). En este sentido, Lang nos presenta al personaje
principal de espaldas a la cámara, casi en penumbra, no titubea a la
hora de describirlo como un personaje con el que no resulta nada fácil
sentir empatía, pero sobre todo, cuando Lang explota es cuando Chris
Cross explota también y el peso de la culpa lo acorrala en forma de
amenazantes luces y sombras que parecen brotar de cada esquina
recordándole que ya nunca estará sólo en su interior y que tendrá un
fiel y perpetuo compañero de viaje, la culpa.
Ramón Monedero
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