
Elisa
es menuda y morena como una desnuda rama de arrayán. Láminas de
grafito gravitan sobre su rostro que está a medio camino entre un
eclipse de sol y una moneda de cinco céntimos. Sus ojos oceánicos
bajo un pincel de cerdas oscuras y vigilantes ofuscan una boca
extremadamente pequeña, como de pajarillo. El cuello estirado se
desliza sobre los pechos justos y redondos como los pómulos de la
cara, mientras compitiendo con el torso un vientre plano casi
atlético anticipa unas suaves y delgadas piernas. La piel parece
fina como los polvos de talco y oscura como el fango de las ciénagas.
Como
casi cada tarde, se sienta en la terraza cubierta de la cafetería y
lee un libro, ajena a casi todo. Toma café con leche (café amb llet
le dicen aquí) y le gusta sentir el calor ante el ambiente frío que
se palpa en la calle, por eso elige siempre esa terraza. En su pais
ahora estarán llenas las piscinas.
Buenos
Aires, 1976. Elisa Terrades, joven maestra de música, da a luz a
Berta en el barrio de Quilmes, con un país al acecho que respira
miedo.
A
Javier le gusta sentarse en las terrazas cubiertas para tomarse una
cerveza bien fría, entre otras cosas para no tener que soportar esos
vasos blancos y helados en las que las suelen servir durante el
estío. Lo que sí agradece es que la acompañen de un posavasos
impreso de alguna marca desconocida y a saber si existente. El húmedo
círculo que crea el culo de la botella ya anticipa sensaciones de
frescor. Quiere provocar al frío contra el frío, para que el primer
trago no sea la esencia de la amargura. Pasará por su boca como una
cascada de terciopelo, un río claro atravesando su lengua y sus
dientes, que en ese momento resurgen como piedras blancas y planas.
Javier
observa la textura de la espuma y pronto se da cuenta que todo es
efímero. Desaparece rápidamente de sus labios como el café con
leche bien caliente de la mujer que está sentada en la mesa
contigua. Piensa que esa mujer fue uno de los motivos por los que
entró en la terraza. Una mujer de figura frágil y limpia como el
vidrio de la botella de cerveza, y que posiblemente el color tostado
de su piel sea consecuencia de unas recientes vacaciones en la otra
parte del planeta.
Ella
apura el café con leche, cierra el libro, paga al camarero con un
amable saludo y se aleja lentamente.
Barcelona,
1976. Javier Segarra, estudiante de Historia, conoce a Paula. Y más
que conocer, la reconoce como la mujer que le acompañará toda su
vida, con un país de fondo que respira una incipiente libertad.
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